La década del 70 fue signada en la Argentina por la muerte indiscriminada al grito de “liberación o dependencia” y a la respuesta de “nos quieren desestabilizar los comunistas”. De un lado estaban jóvenes idealistas enrolados en montoneros, erp y otras siglas supuestamente revolucionarias y del otro militares y fuerzas parapoliciales que actuaban por sí mismas o asignados por los gobernantes.
Los guerrilleros asesinaban a quienes, decían, fomentaban políticas de desnutrición infantil, los que defendían el uso de profilácticos y otros métodos anticonceptivos para controlar la natalidad según designios de los EEUU, a quienes hacían acuerdos espúreos con potencias extranjeras permitiendo que se llevaran nuestras riqueza o instalaran bases militares en nuestro territorio, a quienes no les pagaban el 82% a los jubilados, a empresarios que explotaban a las clases trabajadoras en connivencia con funcionarios, quedándose con la exclusividad de la obra pública, a sindicalistas que consideraban traidores a la defensa de esos trabajadores, a los funcionarios que se enriquecían desmedidamente, a cualquiera que tuviera mucho dinero acusándolos de haberlo obtenido por actos corruptos, a legisladores que no votaban como ellos pretendían, a los fiscales de la justicia que consideraban ilegítima, que no investigaban a quienes ellos entendían debían investigar o no debían investigar, a policías que vigilaban en las esquinas y desde luego a los militares que se les oponían mientras no fueran de alto rango, pues si llegaban al poder los podían necesitar.
Tenían intelectuales, periodistas, editores, relatores de fútbol, actores, cantantes, que defendían esas teorías justificadoras de las matanzas con la promoción y difusión de películas, libros, diarios y revistas que hablaban de las explotaciones a que eran sometidos obreros y pequeños campesinos en pos de la desforestación en el norte o la compra de tierras a precios viles en Santa Cruz. Los símbolos fueron las películas “Quebracho” y “La Patagonia rebelde”.
Los militares mientras tanto iban orquestando un plan para exterminar a aquellos guerrilleros, de forma gradual para que no fuera lo suficientemente rápido y permitiera el desgaste de los gobernantes, el creciente malestar de la población y pedido de “poner orden” y les permitiera ir logrando el consenso con políticos, empresarios, sindicalistas, jueces, fiscales y los jefes de aquellas fuerzas sediciosas, convenciéndolos que solo era posible terminar con el caos de muertes y violencia, asumiendo el control absoluto del poder. Mientras asesinaban a sediciosos, camaradas, políticos de otro signo, sacerdotes y gente que paseaba por la calle, iban prometiendo puestos políticos, la conservación de los cargos sindicales, el nombramiento en cámaras y tribunales, la participación en obras del estado, la adjudicación de empresas privatizables, resarcimiento económico a los que se “arrepentían” de sus actos.
El acuerdo se selló con la promesa de que “nunca más” se hablara de ello. Sucediera lo que sucediera cada uno de estos protagonistas debía guardar el más absoluto silencio. Y con quienes no podían acordar, los hacían desaparecer o los sometían a las presiones de los juicios por crímenes de lesa humanidad.
Todo ello sucedió a pocos meses de que se llamara a elecciones, en marzo de 1976. Si entonces la presidente hubiera renunciado, la historia hubiese sido otra. Los políticos y sindicalistas no habrían aceptado el arreglo en la esperanza de ganar la voluntad de las urnas, los empresarios hubiesen esperado a que sus negocios se pudieran realizar con el nuevo gobierno, los jueces y fiscales no encontrarían sustento jurídico. Quedaban los militares y los jefes guerrilleros, bueno, ellos hubiesen esperado una nueva oportunidad, velaban las armas, las propias y las de los jóvenes idealistas.
Tal vez esa renuncia se hubiera logrado con una gran manifestación popular de quienes, al margen de un bando o de otro, la gran mayoría, contemplaban sin comprensión aquellas muertes. Pero los habían convencido de que había que defender el modelo o confiaran en quienes les prometían un “nuevo orden”. Las muertes, el llanto de hijas, madres y esposas, similares al caso Nisman, no fue suficiente para decir “BASTA!” Se eligió el camino de la venganza en nombre de la justicia o la injusticia según quien fuera el actor, con la consiguiente espiral de resentimiento, odio y más venganza. Así llegamos hasta hoy. Siempre queda la esperanza. El llanto, el luto, el perdón, la reconciliación, en el silencio que nos permita escuchar a nuestro corazón, es un buen comienzo para hacerla realidad.