Un par de cuentos
Alicia Alejandra del Río es una guionista, novelista y dramaturga, nacida en Lomas de Zamora, Provincia de Buenos Aires, el 13 de julio de 1953.
En el año 1970 e recibió de “Bachiller Especializado en Letras” en la Escuela Nacional Normal Antonio Mentruyt de Banfield. Luego ingresó en la UBA, en la carrera de Historia de Las Artes.
Tiene estudios de inglés en el Instituto Cambridge, hizo varios cursos y talleres de Escritura Creativa en el Centro Cultural Rojas y en el San Martín y estudió Dramaturgia con Enrique Papatino.
Actualmente asiste, desde hace tres años, a un Seminario Avanzado de Guión y Dramaturgia, también dirigido por el maestro Papatino, a quién considera “su maestro” y propulsor para que haga público todo esto que la acompaña y sostiene desde siempre. Esas renovadas ganas de jugar, y hoy también del guiño y dejarle a los otros picando alguna pelota.
Alicia nos hizo llegar dos cuentos, «Ilusión» y «A buscar a Lane», este basado en un cuento inconcluso de la escritora norteamericana, trágicamente desaparecida, Jane Bowles, esposa del cineasta Peter Bowles. A ese cuento, Alicia, le escribió el hipotético final.
Ilusión
Los acordes de la trompeta de Louis Amstrong desgarran la tormenta. Las gotas de lluvia aún resbalan por mi impermeable.
Siempre elegimos los bares tradicionales y memoriosos. Allí resulta más sencillo conjugar la pausa inevitable de la espera con remembranzas, presagios y deseos.
Enciendo un cigarrillo y con fastidio descubro que tengo el esmalte saltado.
En un vuelco abrupto a mi interior puedo ver cómo mi corazón, resquebrajado por la vergüenza y la culpa, resiste y le juega las últimas fichas a la ilusión esquiva y reticente.
El café sacudido por la cuchara me trae el recuerdo conmovedor de mis manitos de seis años chapoteando en el charco de una plaza y la voz de mi mamá envuelta en una carcajada.
– ¿Viste, tonta? -Decía- ¡Lo mejor para el pegote de helado es el agua de lluvia!
Ella sabía que de las canillas sale agua pura, confiable y aburrida.
Yo aprendí a transgredir y gozar.
En el charco de una plaza se puede cerrar el círculo de una tarde perfecta.
-Pero… ¿Y el mundo mamá?
El mundo está plagado de ojos que juzgan desde la tranquilizadora tarima de la “normalidad”, dedos que acusan, silencios densos, aceptaciones compasivas…
El ruido de una silla arrastrada contra el piso me trae de este lado.
Envuelta en un rayo de luz, abriéndose camino entre la escoria y la lluvia, vislumbro tu presencia que elijo y desafío.
Tu beso mojado me rescata, las manos se entrelazan y puedo ver que, como yo, tenés el esmalte saltado y el corazón maltrecho dispuesto quizás a la última batalla.
A buscar a Lane
-Ningún perro blanco-gritó Lane y saltó de la cama.
-Me tenés harta. No te soporto más.
Dora la miró despavorida. La copa de licor a medio tomar tembló en su mano.
Algo quebró de repente el equilibrio húmedo del otoño.
-¿Qué te pasa Lane? Chiquita mía, la fiebre, seguro debe ser la fiebre…
Dora intentaba reestablecer la calma.
– A ver, déjame ver.
Se acercó y la tomó de la mano.
La sentó con suavidad y le rodeó los hombros con el brazo.
Lane obedecía pero oponía una leve y profunda resistencia.
Amanecida de manera abrupta de su necesidad de penumbras por un disparador ajeno, enfurruñada y visiblemente molesta.
Dora, por el contrario, venció su reticencia y avanzó por la brecha con aires de triunfo.
-Muy bien, pero muy bien, mi amor, Dios está complacido de que compartas conmigo tu secreto… Yo sabía que este día llegaría. Lo recibo llena de dicha.
Lane se separó de manera tajante y la miró a los ojos con un brillo inusitado y feroz.
Otra vez su hermana, con Dios de su lado, la convertía en un ser funcional a su delirio. Una marioneta manipulada por sus oscuros instintos disfrazados de Sara Kay.
Dora perturbada por la percepción del rechazo, retiró su abrazo despavorida mientras se persignaba.
Lane abrió el cajón de la mesita de luz.
Al tacto, sin dejar de mirarla, sacó una tijera.
Temblaba y transpiraba profusamente.
Levantó el brazo amenazante con el arma letal apuntando a su hermana.
Dora, aún sentada, usó sus manos elevadas como un escudo mientras imploraba:
-¡San Miguel Arcángel ven en su ayuda!
Lane fue hacia el sillón y agarró uno de los almohadones tapizados por Dora. Lo apuñaló una y otra vez víctima del paroxismo, mientras las plumas volaban a contraluz de la lámpara y su melena negra se agitaba al compás frenético de su ira.
Dora tomó prudente distancia de la escena. Necesitaba algo fuerte y reconfortante.
Rezando por lo bajo fue a la mesita por la copa de licor.
Dio vuelta la cabeza, espiaba con el rabillo del ojo.
Deslumbrada, su cara mutó en un segundo, del terror al éxtasis.
-Maravilloso.-repetía acercándose.
-Sublime. Mirá la hermosura que hiciste con ese viejo almohadón… ¡Cumpliste mi deseo!
¡Gracias Dios! Siempre quise una casita de esas que se dan vuelta dentro de una ampolla de vidrio y nievan…
Es majestuoso, chiquita. ¡Bien por mi Lane!
Lane se volvió. La contempló perpleja.
El rostro hierático, con la tijera colgando de una mano y en la otra el cadáver del almohadón.
-Ya estás lista Lane, se corrió el telón pesado y ahora las dos juntas como siempre, vamos a disfrutar.
-¡Nieva, chiquita, nieva para nosotras solas!
Riendo dejó la copa sobre la mesa y se acercó a su hermana. Le sacó la tijera y ante su mirada atónita rasgó de a uno todos los almohadones restantes.
Como una estampa de una lata de pan dulce agarraba con ambas manos las plumas del piso y las hacía volar por el aire mientras bailaba y cantaba una canción navideña.
-Gracias, Señor por tu bondad. Gracias Lane, eres el brazo del señor.
Lane estática.
Comenzaba a anochecer.
Dora la miró como por primera vez volviendo de su delirio.
Parecía una estatua de sal, dentro de su camisón blanco y largo hasta los pies. El pelo negro acentuaba el pálido resplandor de su cara.
Alguna que otra pluma se pegaba a sus mejillas.
-Hey, tampoco tenés que convertirte en Papá Noel-rió Dora y se las quitó-Sos tan hermosa. Parecés Santa Teresita… Te vas a enfriar, mi chiquita, estás toda mojada. Vamos a la cama.
Lane todavía tenía la tela seccionada colgando de su mano. Como un trofeo de guerra lo entregó vencida a su captora.
Dora la condujo abrazada a la cama mientras la consolaba.
La sentó amorosamente, Lane se dejaba hacer.
Ya había llegado al fondo de su secreto. La aniquilación era total y absoluta.
Dora sacó del cajón de la cómoda un nuevo camisón y una toalla.
Los colocó sobre el acolchado junto a Lane que hurgaba el vacío con los ojos desorbitados.
Dora fue al baño y volvió con una talquera.
Se agachó y la desnudó.
El cuerpo esbelto empapado parecía de alabastro.
La secó con sumo cuidado deteniéndose en sus pechos como magnolias.
La acostó y la observó un instante.
-Brillás más que el niño Jesús.-le decía entre besos suaves, apenas murmurados.
Una y otra vez iba y venía por las colinas y los valles. Gozaba del paisaje exclusivo y lo entalcaba transformando cada centímetro del mármol en la tibieza justa anhelada por su deseo.
Lane perdida la mirada, ahora en la ventana, iba bajando la guardia.
Por primera vez en la vida se aceptó apegada a algo.
No más huídas y oscuridades, era el fetiche de su hermana. Sin sus caprichos y su dios ella desaparecería diluída en la cascada.
Se acomodó en su sitio asignado en el Purgatorio, condenada por Dios por desearla tanto.
Siempre fue su perro, a pesar de sus paseos por la oscuridad, siempre volvía por la caricia prohibida, el olor y la comida.
-Si chiquita mía, disfrute. Así lo quiso Dios.
Si Dora lo dice…
En la puerta un ruido de rasguños y un llanto de perro queriendo entrar.