«Los pueblos que olvidan sus tradiciones, pierden la conciencia de sus destinos, y los que se apoyan sobre tumbas gloriosas, son los que mejor preparan el porvenir.»
En un nuevo aniversario de la desaparición física del Libertador General Don José de San Martín, su herencia más importante para el país continúan siendo los valores que defendió y que los gobernantes y toda la sociedad deberían retener permanentemente como ejemplo en su memoria.
Hoy, ciento sesenta y nueve años después de la muerte de San Martín, en la Argentina, el país de los cereales, de los millones de ganado, de los ingentes recursos energéticos, de los mares de peces, del respeto y la apertura hacia todos los que quisieran venir a fecundarlo con su esfuerzo, hay inmensos bolsones de hambre, pobreza, desocupación, inequidad, desempleo, escasa producción de bienes, gastos innecesarios en importación de bienes superfluos, la educación es deplorable, la salud no es, para la mayoría, realidad ni esperanza, sobreviven los flagelos de la corrupción y la inseguridad; agobia el desconcierto.
El país está dividido por profundos enconos políticos y se halla agobiado por las consecuencias de las graves crisis económicas que se suceden inexorablemente.
El mandatario y estadista ilustre nos dejó un ejemplo de cómo superar estos males que amenazan con resquebrajar irreparablemente a la Nación que pueden llevar a su desaparición como tal.
Sin embargo, está cada vez más ausente en los gobernantes y políticos, en las escuelas y en la memoria de sus conciudadanos. Cuando él encaró la suya de liberar la América del Sur, las condiciones de aquel desierto salpicado de pequeñas poblaciones que era la Argentina resultaban infinitamente más graves y difíciles que las actuales. Había que hacerlo todo: crear confianza en la causa de la emancipación, levantar ejércitos y edificar instituciones, vencer la reticencia de los que no veían más allá de su realidad comarcana y superar el recelo de los que pretendían medrar sin importarles las consecuencias.
«Todo buen ciudadano tiene una obligación: sacrificarse por la libertad de su país», expresó en uno de sus documentos más conocidos, y dijo en otro, con certeras palabras: «Para defender la libertad se necesitan ciudadanos, no de parlamentos ni café, sino de instrucción y elevación moral».
En su concepto, la instrucción pública era la piedra basal de toda nación libre y soberana. En circular a los maestros mendocinos, dirigida en calidad de gobernador intendente de Cuyo, sentenció en 1815: «La educación formó el espíritu de los hombres. La naturaleza misma, el genio, la índole, ceden a la acción fuerte de este admirable resorte de la sociedad. A ella han debido siempre las naciones la varia alternativa de su política. La libertad, ídolo de los pueblos libres, es aún despreciada de los siervos, porque no la conocen. Nosotros palpamos con dolor esa verdad…» A poco de asumir años más tarde el gobierno de la República del Perú por él fundada, ordenó que se hiciesen extensivas a la mujer, pues «sin educación no hay sociedad… La educación de un pueblo sirve de apoyo a las instituciones que se le den».
Mírese las mezquinas actitudes de nuestros gobernantes de todas las escalas, los legisladores nacionales y provinciales, concejales y compárese:
En épocas en que era muy escaso el interés asistencial, entregó al Cabildo de Mendoza la tercera parte de los productos de una finca que le había donado por sus triunfos militares «para el fomento del hospital de mujeres en esta capital, dotación de un vacunador que corriendo la provincia la liberte de los estragos de la viruela».
Cuando se hallaba entregado a asegurar la libertad de Chile, para aliviar las penurias de las arcas públicas rechazó el obsequio de una vajilla completa de plata que había puesto a su disposición el gobierno con estas palabras: «No estamos en tiempo de tanto lujo; el Estado se halla en necesidad y es necesario que todos contribuyamos a remediarlas». No conforme, ordenó la suspensión de los sueldos que le correspondían como general en jefe del Ejército.
La recta administración de justicia fue siempre una de sus mayores preocupaciones. Concretada la expedición libertadora al Perú y a escasos días de asumir como Protector, dictó un Estatuto Provisional en el que dejó bien claro que si bien se haría cargo transitoriamente de las funciones ejecutivas y legislativas, se abstendría de mezclarse «jamás en el solemne ejercicio de las judiciales porque su independencia es la única y verdadera salvaguardia de la libertad del pueblo». Posteriormente, en el Reglamento de los Tribunales, quedó expresada una vez más la categórica convicción sanmartiniana: «La imparcial administración de justicia es el cumplimiento de los principales pactos que los hombres forman al entrar en sociedad. Ella es la vida del cuerpo político, que desfallece apenas asume el síntoma de alguna pasión, y queda exánime luego que, en vez de aplicar los jueces la ley, y de hablar como sacerdotes de ella, la invocan para prostituir impunemente su carácter. El que la dicta y el que la ejecuta pueden ciertamente hacer grandes abusos, más ninguno de los tres poderes que presiden la organización social es capaz de causar el número de miserias con que los encargados de la autoridad judicial afligen a los pueblos cuando frustran el objeto de su institución».
San Martín está en el bronce por lo que hizo sobreponiéndose a sus humanas falencias y debilidades; no por haber carecido de ellas. Ese es su ejemplo, tan vigente como necesario en nuestros días. La honradez, el vigoroso entusiasmo, la infatigable actitud de servicio, debe regir la conducta de los que gobiernan. Pero también de los gobernados.
Necesitamos líderes, pero estos si no se basan en los principios sanmartinianos, nos conducirán a nuevas frustraciones con el peligro de enfrentamientos irreparables.