Por Héctor Schamis, de es.panamapost.com
Argentina es un constante menosprecio por la historia, una permanente pulsión por cambiarla. Como si la historia tuviera por misión la eficiencia, la búsqueda de un cierto óptimo social; como si se pudiera manipular retrospectivamente «lo que salió mal» ayer para repetirlo con la esperanza de que mañana, corregido, «sí saldrá bien».
O sea, una ahistórica pasión por la historia. Ello a su vez deriva en una manera de hacer política «mirando en el espejo retrovisor». Es decir, la política como la tarea de modificar el camino ya recorrido, más que enderezar la curva que viene.
La cual no es posible ver en el espejo retrovisor, con perdón por la insistencia con la pedestre metáfora. Es la concepción de la política como corrector del pasado, no como constructor del futuro.
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Así como en las viejas disputas entre federales y unitarios, rosistas y sarmientistas, y varios más que continuaron hasta bien entrado el siglo XX, hoy se reciclan otros temas en una atiborrada agenda siempre melancólica. Unos vuelven a hablar de reforma agraria, por aquello de la oligarquía, omitiendo que, generaciones más tarde, dicha reforma ya fue hecha por el código civil: se llama ley de herencia. Otros tienen la desdichada ocurrencia de sugerir una «Conadep para periodistas».
A propósito, nótese el intento de asimilar a periodistas críticos con torturadores, además de la implícita desvalorización de aquella tarea de recopilar información sobre crímenes de lesa humanidad, tan solo días después de terminado el régimen militar y con los carapintadas en los cuarteles. Todo ello 15 años antes del Estatuto de Roma, instrumento del derecho internacional que tipificó dichos crímenes y creó la Corte Penal Internacional.
Se trata de propuestas de prominentes partidarios de Alberto Fernández y, a propósito, sin que el candidato presidencial haya emitido opinión alguna al respecto. La perla de este espejo retrovisor, sin embargo, la constituye el intento del ex director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, de «reescribir la historia argentina con una valoración positiva de la guerrilla de los años setenta (…) que se escape de los estudios sociales que la ven como una elección desviada, peligrosa e inaceptable».
Pues aquella guerrilla fue aún peor que eso. No hay nada positivo en la violencia de los años setenta. Pretender otorgarle ese cariz no solo es desviado, peligroso e inaceptable, según sus palabras, sino también irresponsable.
Es inadmisible manipular la memoria a expensas de la historia, «reescribirla» precisamente. Ya existe una historia contada con objetividad, basada en datos, testimonios y documentos. Es hasta trágico tener que volver a hacerlo hoy, ello es persistir en hacer política mirando por el espejo retrovisor.
El intento de «valoración positiva» de aquella etapa es más problemático que una divergencia entre historiadores. Con ello se intenta reintroducir una cultura política de la violencia, aquella que viene del suma cero y el «apriete», y que se justificó entonces por la presumida superioridad moral de una camarilla autoritaria que terminó siendo una banda criminal.
Pues esa camarilla tenía origen en el nacionalismo de Tacuara, pero terminaron supuestamente en la izquierda progresista. ¿Eran de verdad progresistas? No hay manera de saberlo, más allá de su camaleónico oportunismo.
Eran apologistas de sus propios crímenes: «Cómo ajusticiamos a Aramburu»; «Así secuestramos a los Born»; «Por qué matamos a Rucci», alardeaban con arrogancia desde El descamisado y demás publicaciones. Los detalles se explicaban con obscena impunidad.
Esa camarilla reclutaba estudiantes secundarios, menores de edad a quienes hacían participar en acciones violentas, para luego entregarles cápsulas de cianuro e inducirlos al suicidio con el objetivo de no ser apresados con vida. Se trata de criminales de guerra, si ello fue por política, o bien infanticidas, si solo fue delincuencia común. O ambos.
¿Es posible alguna valoración positiva de algo así? Las cúpulas de esas organizaciones terminaron en la delación generalizada de sus propios militantes, como en el operativo retorno y la contraofensiva. Tampoco se explicaron las muertes de algunos dirigentes de nombre y la supervivencia de otros, a propósito de delación. Según algunos, todo ello ocurrió previo acuerdo con los mismos militares que decían combatir, léase, Emilio Massera.
También fueron corruptos. Nunca se supo dónde terminaron los 60 millones de dólares, de 1975, del rescate de los hermanos Born. Es que muchas de esas delaciones fueron tan solo la conducta normal de una banda de maleantes, quienes una vez en el aguantadero comienzan a eliminarse entre ellos simplemente para dividir el botín entre menos personas. Es la simple aritmética, alcanza con una película de atracadores de bancos.
«No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió», le cantaba Joaquín Sabina a una exiliada argentina de regreso a Buenos Aires. Es pertinente, no hay lugar para romanticismo alguno entre toda esta miseria humana. La sociedad argentina hace mucho tiempo que rechazó la violencia como instrumento válido de la política.
Alejarse un milímetro de esta noción es, lisa y llanamente, hacer apología del delito.