Fragmentos del discurso de Aleksandr Solzhenitsyn en la embajada de Francia en Moscú el 13 de diciembre de 2000, al recoger el Gran Premio de la Academia Francesa de las Ciencias Morales y Políticas.
Hace casi cinco siglos, el humanismo se apasionó por un proyecto tentador: hacer suyas las ideas más luminosas del cristianismo, su bondad, la compasión por los oprimidos y marginados, el respeto a la libre voluntad de cada persona… pero todo ello prescindiendo del creador del universo.
La idea pareció tener éxito. Un siglo tras otro, ese humanismo llegó a incidir en el mundo como un movimiento inspirado en altos ideales puramente humanitarios llegando incluso en ciertos casos a mitigar el mal y la crueldad de la historia. Sin embargo, en el siglo XX estallaron, casi como ollas a presión fuera de control, dos guerras de una crueldad monstruosa: la primera y segunda guerra mundial. Después de aquello, al humanismo-humanitarismo solo le quedaban dos vías: o dejar caer sus brazos con impotencia o, multiplicando sus esfuerzos, alzarse a un nuevo nivel. Así, a mediados del siglo XX, el humanismo reapareció con las directrices de un Globalismo Prometedor.
En resumen, llegó la hora. Llegó la hora de institucionalizar en todo el planeta un orden racional (como si eso fuera posible) que ensalzara a los demás pueblos a un nivel aceptable, común para toda la humanidad, abrir a toda la población de la Tierra la perspectiva de sentirse ciudadanos del mundo de pleno derecho. Crear un único gobierno mundial regido por personas de alto nivel intelectual que se encarguen, con audacia y premura, de las necesidades de cualquier pequeño pueblo, en cualquier periferia de la Tierra. Durante un tiempo breve, parecía que el mito del gobierno mundial estaba a punto de hacerse realidad, se hablaba de ello con seguridad y se instituyó la Organización de las Naciones Unidas.
Pero en las décadas que siguieron inmediatamente a aquello, en la segunda mitad del siglo, empezó a resonar, como un reclamo alarmante, un gong. Su sonido nos decía que nuestro planeta es más pequeño y angosto de lo que imaginamos. Y mucho menos capaz de soportar, sin sufrir las consecuencias, la contaminación producida por la acción del hombre.
Todos recordamos la famosa conferencia sobre ecología en Río de Janeiro y otros consejos internacionales análogos que la siguieron. Todos los pueblos del mundo suplicaban a coro – ¡a coro!– a EE.UU. y a los demás países más desarrollados: ¡moderaos, frenad el incremento incontrolado de vuestra industria, se está haciendo insoportable, para todos nosotros y para el planeta! Los habitantes de EE.UU. solo constituyen el 5% de la población mundial, pero consumen el 40% de todos los recursos minerales y semielaborados, y contribuyen con el 50% de la contaminación global. Su respuesta fue categórica: ¡no! O en algunos casos firmaron compromisos insignificantes que no resuelven el problema.
La parte más desarrollada de la humanidad se acostumbró tanto al consumismo –en toda la abundancia y variedad de sus expresiones– que se volvió esclava. ¿Cómo iba a ser posible empezar a ponerse límites? ¿Y por qué? La autolimitación voluntaria es una cualidad de difícil adquisición, para una sola persona pero mucho más para un partido político, un Estado, una empresa, una corporación. Se ha perdido el sentido más auténtico de la libertad, su más noble aplicación, que consiste precisamente en imponerse voluntariamente un freno, renunciando a expandirse y sacar provecho a cualquier precio y en cualquier parte. También supone una actitud amplia de miras, que se aleja de la amenaza de posibles y turbadores conflictos futuros.
Así fue cayendo en desuso la expresión “progreso para todos”. Si bien en ciertos lugares resultaban indispensables ciertas renuncias, ¿por qué tendríamos que empezar justo nosotros, que somos los pueblos más capaces y productivos de la tierra? Dicen las estadísticas que la brecha entre los pueblos desarrollados y los más atrasados no solo no se está reduciendo sino que tiende a aumentar. Y eso según una ley inexorable por la que aquel que en un cierto momento se queda atrás estaría condenado a permanecer así después. De modo que, si hay que poner freno a la industria a nivel mundial, ¿no sería lo más natural hacerlo a expensas del Tercer Mundo? (…) Al Tercer Mundo le quedan las materias primas y la fuerza de trabajo. La realización de dicho programa no requiere de hecho el empleo de fuerzas militares o policiales, para eso existen poderosos ejes económico-financieros, como los bancos mundiales o las empresas multinacionales.
De este modo, aquel Humanismo Prometedor pasó a convertirse en un Humanismo Prescriptivo.
¿Realmente se trata de una transformación tan imprevisible para el humanismo? Recordemos que en su desarrollo hubo un periodo, después de Holbach, Helvétius y Diderot, durante el cual se proclamó, ganando multitud de partidarios, la “teoría del egoísmo razonable”. En esencia, si retiramos todos sus oropeles, sostiene que la manera más segura para hacer el bien a los demás es atenerse rigurosamente a los propios intereses egoístas. En Rusia era lo que enseñaban con gran convicción nuestros ilustrados. Y lo sigo leyendo en la prensa rusa actual: “interés egoísta ilustrado”. Dicho de otro modo, ¡sé egoísta pero ilustrado!
Así, el humanismo racionalista, es decir, un antropocentrismo duradero fundado sobre valores exclusivamente mundanos, no podía hacer otra cosa que entrar en crisis. ¿Qué nos ha pasado? ¿Habrán sido los vientos de un universal e imperioso dictado económico totalitarista? ¿Es posible? ¿De verdad podía surgir algo así en países tan democráticos como los de Europa occidental?
Pero volvamos por un momento a los años 20 y 30 del siglo pasado. Las mejores mentes de Europa estaban entusiasmadas por el totalitarismo comunista. Lo alababan, estaban encantados de apoyarlo poniendo a su disposición sus nombres y sus firmas, participando en sus conferencias internacionales. ¿Cómo pudo pasar? ¿Realmente es posible que aquellos ensayos no supieran encontrar su camino en medio de la constante propaganda bolchevique? Cuando recuerdo que los bolcheviques proclamaban literalmente: “Los comunistas somos los verdaderos humanistas”.
No, aquellas grandes mentes de Europa no eran tan ciegas, pero les fascinaba la resonancia de las ideas comunistas, donde reconocían su propia afinidad genética. Desde el siglo de las Luces se han ramificado las raíces del liberalismo, del socialismo y del comunismo. Es el motivo por el que los socialistas no han logrado, en varios países, mantener el paso de los comunistas. Que reconocían en ellos a sus hermanos ideológicos, y si no hermanos, al menos primos. Igualmente se explica la sujeción de los liberales, siempre y en todas partes, frente al comunismo, por compartir sus raíces originarias, las secularistas.
Se ha discutido mucho sobre si la política debe ser moral. La mayoría no lo cree posible. Nos olvidamos de que, en una perspectiva a largo plazo, solo una política moral puede dar buenos frutos. Claro que trasladar los criterios morales de una sola persona a los grandes partidos y a los Estados resulta sin duda problemático, pero tampoco se debería descuidar de todo esa posibilidad.
Por el contrario, como vemos, puede ser posible eludir a la ONU por ser un obstáculo, o ignorar al Consejo de Seguridad en ciertas cuestiones especialmente calientes. Realmente, ¿por qué no prescindir de la ONU cuando disponemos de una excelente maquinaria bélica internacional? Con su ayuda podemos –¡por supuesto con objetivos exclusivamente humanitarios!– bombardear durante tres meses a una nación europea de millones de habitantes, privando a populosas ciudades y regiones enteras de esa electricidad que para nosotros es un recurso vital, destruyendo sin pestañear puentes sobre el Danubio cargados de historia.
(…) Entramos en el siglo XXI con estos tristes augurios.
¿Qué decir de la Rusia actual? Su política es lo más alejado de los principios morales que se pueda imaginar. El destino de Rusia en este siglo es especialmente trágico. Después de setenta años de opresión totalitaria, el pueblo se encontró de pronto en medio de un destructivo huracán de robos que comprometió su vida económica y minó sus energías espirituales. Nuestro pueblo, aturdido y herido, no ha tenido tiempo de volver a levantarse, especialmente por el hecho de ver ahogado todo intento de organización local de autogobierno, cualquier iniciativa orientada a dar voz y manos libres para construir el propio destino. En lugar de todo esto, una multitud de burócratas, aún más numerosa que en tiempos soviéticos, se amontona para pisotearnos. Nuestra actual clase política tiene un nivel moral no especialmente elevado, en ningún caso superior a su nivel intelectual. Brillan en ella de manera increíble: impenitentes miembros de la “nomenklatura” que, después de increpar toda su vida en contra del capitalismo han hecho borrón y cuenta nueva para ponerse a glorificarlo; buitres del Komsomol; simples aventureros políticos; y finalmente una cierta cantidad de personas escasamente preparadas para sus nuevas responsabilidades.
Sobre la Rusia actual se ha extendido la opinión de que se está hundiendo en el Tercer Mundo. (…) Yo no lo creo. Tengo confianza en la buena salud de su espíritu, aunque un tanto envilecido, y lo considero capaz de estimular las energías del país que le permitan recuperarse de su actual desmayo. Siempre he considerado que los recursos del espíritu son superiores a las meras condiciones de la existencia, y que permiten afrontar mejor las dificultades. Creo también que este recurso espiritual solo puede beneficiar a Occidente, a Francia, a la hora de superar la profunda crisis que nos espera a todos.