América Latina: ¿caso perdido?
Por Antonio Sánchez García, de es.panampost.com
« ¡Oh, Libertad!, ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!».
Madame Roland
Alexis de Tocqueville, uno de los más lúcidos y perspicaces diplomáticos, analistas e historiadores franceses, a quien se deben dos de las más grandes obras de análisis sobre la Revolución francesa –La democracia en América (1835-1840) y El antiguo régimen y la revolución (1856)– escribió que los pueblos, como los seres humanos en su infancia, cometen en los comienzos de su existencia republicana errores que les pesarán por los días de los días.
Estoy persuadido que esos errores, emblemático sello de origen de nuestro subcontinente, se debieron a la precipitada, irracional y voluntariosa acción de Simón Bolívar, que no he trepidado en considerar una auténtica maldición continental: empujar a nuestras sociedades, sin previa maduración, crecimiento y desarrollo de las condiciones necesarias, como sí fuera el caso de la Revolución francesa que le sirviera de ejemplo, a romper de manera cruel y sanguinaria con la corona española, para asumir la conducción de sus destinos. Sacrificando a la mitad de su población, devastando su territorio y ensangrentando los países invadidos por sus llaneros, privilegiando para ello el voluntarismo militarista y caudillesco, en desmedro de la civilidad y el sano desarrollo de la sociedad civil. Como lo hizo saber de manera vil y ominosa al traicionar, detener y entregarles a Francisco de Miranda a los españoles. Su influjo determinó que en Venezuela se impusiera antes el sable que la pluma, los hombres de armas que los doctores. El resultado final a dos siglos de distancia: el teniente coronel Hugo Rafael Chávez Frías. Y un espantoso viaje de regreso y regresión al corazón de nuestras tinieblas.
Vuelvo a recordarlo cuando observo las inmensas dificultades que siguen encontrando aún hoy las sociedades latinoamericanas, a doscientos años de su nacimiento como repúblicas independientes, por deslastrarse del populismo, el clientelismo, el socialismo, la estatolatría, el caudillismo y, sobre todo, al comprobar la inmensa dificultad que encuentran los emprendedores dispuestos a contribuir al desarrollo económico de sus naciones. Y la permanente tentación de desatar la violencia para dirimir los conflictos. Agravándolos.
El socialismo, desprestigiado en el mundo entero por su congénita incapacidad de generar riqueza, pero experto en devorarla, consumirla y devastarla, sigue seduciendo a las amplias mayorías. Y provocando las graves y profundas crisis de excepción reclamadas por quienes prefieren alimentar y reproducir la miseria que enfrentarse con coraje a la superación del nuevo mal del siglo: el llamado socialismo del siglo XXI. Valga como ejemplo la grave crisis de gobernabilidad sufrida por el Chile de Sebastián Piñera, que parece preferir seguir el modelo cubano, ejemplo de devastación, pobreza, miseria y represión, que el suyo propio, ejemplar en la superación de sus contradicciones internas, el enriquecimiento social, la prosperidad y el progreso, sin entrar en contradicciones con una forma de vida liberal y democrática.
¿Se han vuelto locos los chilenos como para negar la redondez de la tierra? ¿Enloqueció su presidente al pedir perdón por asomar la única reacción política que cabía ante el asalto devastador del castrocomunismo chileno coaligado con el llamado Foro de Sao Paulo?
Mal se puede repartir riqueza, sin antes haberla producido. Y menos producirla, sin comprender el precio de organización social, disciplina individual, esfuerzo y laboriosidad que requiere. El peso de la noche, que llamaba Diego Portales, acumula y consolida los prejuicios. El socialismo es el primero y principal de ellos. Apostar al clientelismo y esperar la resolución de todos los problemas apostando al toque de la varita mágica del Estado, se ha convertido en un privilegiado automatismo mental latinoamericano. Al extremo de preferir la pobreza subvencionada que la riqueza producto del propio esfuerzo. Cuarenta y seis años después de ocurrida, los chilenos parecen buscar con ahínco la repetición de la tragedia. Los pueblos que olvidan su historia corren el riesgo de repetirla.
Los chilenos, obnubilados por sus dificultades, se niegan a comprender la gestación y la magnitud continental del asalto insurreccional que acaban de sufrir. Preparado, discutido y acordado por el castro comunismo en Sao Paulo, en La Habana, en Caracas y recientemente en Puebla, México. Con la concertación aprobatoria de la izquierda comunista, socialista y mirista de los chilenos participantes: José Miguel Insulza, Carlos Ominami, Marco Enriquez, entre otros. Las consecuencias serán devastadoras. Los resonantes efectos del golpe insurreccional presagian muy malos tiempos para la democracia chilena. Y una ofensiva en toda América Latina aún peor que la desatada por las guerrillas del Che Guevara y la victoria electoral de Salvador Allende en los años setenta. Vamos a un gran enfrentamiento. Del cual, luego del desconcierto del líder del liberalismo chileno, Piñera, no cabe hacerse muchas esperanzas.
Estamos en los albores de malos, muy malos tiempos para la libertad. Aquella en cuyo nombre, como lo dijera Madame Roland al momento de ser guillotinada, se han cometido y continuarán cometiéndose los peores crímenes.