Un comentario de Federico Pichetto en www.paginasdigital.es
Con una lucidez cada vez más sorprendente con el paso de los años, Susanna Tamaro mira desde su columna en el Corriere della Sera la evolución del mundo, sus dinámicas más profundas, sus señales más potentes.
Últimamente se ha centrado varias veces en los jóvenes. Ha descrito su vacío existencial y de sentido, su incapacidad para tener un horizonte donde todo pueda adquirir valor y dirección. Los ha llamado jóvenes “sin memoria” y “sin historia”, evidenciando implícitamente cómo tras la descripción de una generación se esconden los dramas de las precedentes. Tamaro invita por tanto a los adultos a retomar su tarea normativa, poniendo límites, reglas, sacrificios a los más pequeños, tal vez inconsciente de que a esos “mayores” a los que apela les ha pasado algo irreversible que no les permite ejercer la tarea educativa que la escritora espera de ellos.
Todo empieza con los que vivieron la guerra y el hambre en los primeros años de reconstrucción. Aquellos que hicieron todo lo posible para que sus hijos no sufrieran, que la vida les resultara más fácil y menos accidentada. Sin duda, transmitieron a los que vinieron después el sentido del esfuerzo y del sacrificio, pero no el de la “conquista”, la necesidad de volver a tomar posesión de la riqueza transmitida. El 68 ilusionó a todos con que para vivir bastaba con una voluntad firme y una libertad completa. En este contexto se agotó la capacidad de estar delante de la desproporción que se instala en la realidad entre lo que existe y lo que se desea.
Es una especie de estirpe occidental que cada vez se desplaza más ante el sufrimiento, refractaria a permanecer en contacto con el misterio de la ausencia, de lo que no existe, lo que ya no está, lo que no está aún, lo que no se es capaz de aferrar. En los últimos años esta parálisis ante el dolor ha producido una búsqueda cada vez más morbosa del placer y de la satisfacción, inhibiendo la actitud fundamental del hombre de progresar a la hora del fracaso y la derrota.
Han aparecido en escena padres que ya no logran soportar sus propios errores, que no consiguen reconocer que son –por vocación– una de las causas de la infelicidad de sus propios hijos. Porque eso es lo que un padre está llamado a generar en su hijo: esa insatisfacción y esa sensación de “finitud” que empuja al chaval a ponerse en camino para encontrar su propio camino.
Nuestros hijos son víctimas de padres que ya no saben equivocarse, que han dejado de aceptar llevar el sufrimiento y el dolor a la vida de los que aman, son víctimas de padres que no son capaces de verlos llorar. Desde pequeños, intentamos que nuestros hijos dejen de llorar, no les dejamos gustar el sabor de las lágrimas, la percepción de necesitar otra cosa. Les damos muñecos, dibujos animados, pagas, teléfonos, ropa… para que no lloren. Les enseñamos a llamar “malo” al borde en que tropiezan, a la mesa, a la silla, al amiguito, a la maestra, al entrenador, al profe. No soportando nuestro dolor, les alejamos del suyo. No siendo capaces de aguantar nuestro llanto, evitamos el suyo.
Y así, al llegar a la adolescencia, ellos descubren hasta qué punto la naturaleza puede ser traidora y malvada, les entregamos a un vacío que ningún juguete ni abrazo podrá colmar entonces. En el mar de la soledad solo hay una compañía capaz de devolver la esperanza. Una amistad por fin humana donde recuperar todas las dimensiones del ser y reabrir la existencia a una promesa que nos arranque de la nada y nos pueda sorprender con Algo verdaderamente nuevo. Incluso a Susanna Tamaro.