Por Asier Morales Rasquín, de es.panamost.com
La hipocresía es un género particular de mentira, podríamos describirla como la falsedad política por excelencia que busca transmitir una imagen falsa para alcanzar ciertos objetivos. El ejemplo de caricatura es el puritano que se queja públicamente de la indecencia moral de los demás (habitualmente sexual) mientras protagoniza tal indecencia en privado.
No es casual que el ejemplo paradigmático haga referencia a temáticas sexuales. La represión ha sido motivo de intenso y profundo debate, cuando menos, desde la era victoriana, cuyo arraigado carácter hipócrita sirvió de caldo de cultivo para la fundación del psicoanálisis y una parte de la psiquiatría moderna.
Pero la hipocresía se abre camino en cualquier ambiente, porque se trata de un ego intentando desesperadamente hacer creer que es algo que no es, por ejemplo, cuando alguien se queja histriónicamente del deterioro ambiental pero hace uso de medios de transporte contaminantes o cuando el político ataca airadamente la disparidad en los salarios de las mujeres, pero es un misógino que raya en lo abusivo. Aunque la incoherencia exista en toda la vida pública actual, representa una forma de fallecimiento moral, cuando menos para aquellos que la atestiguan sin ser unos fanáticos.
Adoctrinamiento emocional
Forzar lo que debemos sentir es tristemente cotidiano. Posiblemente siempre haya sido así, pero hoy podemos analizarlo. Cada persona desea sentir ciertas cosas y hay quienes se corrigen constantemente al “fallar” en alguna medida. En lugar de atender a las condiciones que producen el sentimiento, el esfuerzo se concentra erróneamente en la presencia de una emoción o en la ausencia de otra.
Es una típica confusión entre mensaje y mensajero. Atacamos al mensajero porque nos disgusta lo que viene a decirnos, pero en ese camino perdemos el sentido del anuncio, su origen y, también, una potencial sugerencia acerca de cómo resolver el problema que devela. Hablamos de una importante contrariedad contemporánea en la que haría falta detenerse, pero las prioridades me aconsejan revisar la peculiar manera en la que la deformación de las emociones es promovida por las propuestas políticas.
Izquierdas y derechas
El grupo de iniciativas partidistas que podríamos amalgamar en la reductiva pero necesaria categoría de “izquierdas” ha heredado, creo que sin que lo haya notado aún, un procedimiento de adoctrinamiento emocional de la peor versión de la iglesia católica. No vendrá mal hacer de abogado del diablo y reconocer que aquellas propuestas que podríamos agrupar en la reductiva pero necesaria etiqueta de “derechas” también lo hacen. La constricción moral forma parte de la propuesta conservadora desde siempre y una parte de la crítica a la deliberada deformación anímica valdría de manera equivalente para ella.
Pero la contradicción raya en lo ridículo cuando notamos que «las izquierdas» intentan sugerir que representan la liberación de las cadenas de una tradición arbitraria o innecesaria, que se supone que nos oprimen, también, emocionalmente. El uso propagandístico de la redención de los desprotegidos parecería hablar de libertad también psicológica. El cacareado énfasis en defender a las mujeres y la diversidad sexual haría conjeturar mayor amplitud y madurez para asimilar las experiencias humanas de manera tolerante y amable.
El chivo expiatorio: la ambición
En la misma medida en la que abrazan y cultivan la envidia, los socialistas tradicionales persiguen la ambición material, especialmente, económica; por solo revisar la más vistosa de las varias vías de deformación psicológica impuesta por esta ideología. Es lícito desear estar bien, pero no demasiado y, sobre todo, no muy visiblemente.
Todos los males humanos emanan, desde las hipótesis de los socialistas más acérrimos, de la ambición de un grupo de ricos glotones a los que nadie ha detenido. En la medida en la que alguien se parezca a ellos, deseando bienestar material, es el demonio, en la medida en la que los batalle, mientras limita las expectativas personales de comodidad económica, es un santo.
Así, como si de pornografía en el siglo XIX se tratase, la ambición está bastante mal vista para la cosmovisión progresista contemporánea. Hay pocas maneras lícitas de exponer el deseo por bienestar, comodidad o lujo, sin excitar un océano de sensibilidades mal entendidas, ofendiendo la estructura de pecados capitales del credo socialista.
El tema da para mucho, pero me interesa enfocar lo victoriano e hipócrita de esta actitud. «Puedes desear estar mejor, pero no te pases» dirían demasiados, derrochando absurdo. ¿Cuánto es pasarse? ¿Cuánto no ofende tus sensibilidades o envidias? ¿Cuánto sería suficiente para no ofender ninguna sensibilidad o envidia existente?
Un sedimento eclesiástico en el socialismo
Si en la búsqueda de la satisfacción de sus propias ambiciones materiales, alguien asesina, daña o roba, estamos de acuerdo en que esa acción (no la emoción que le sustenta) ha sido desmesurada y debe ser castigada, reprendida y limitada. Esta distinción ha sido incomprendida demasiadas veces. Asumimos incorrectamente que si una experiencia afectiva acompaña un crimen, corresponde proscribir la emoción, como si tal cosa fuese posible. Nos obligamos a torcerla hasta que se ajuste a lo que “debe ser”, porque no debemos sentir ciertas cosas. Una línea argumental que describiría perfectamente a los inquisidores.
La ambición no lleva al asesinato, como no lo hace la rabia, la envidia o los celos. Todos hemos sentido esas experiencias y, aun así, seguramente ninguno de mis lectores se haya dejado guiar por ellas hasta el punto de ejercitar violencia criminal o, al menos, eso espero. Es la persona quien decide, no su emoción.
Para demasiados, la ambición de los demás es perjudicial y digna de persecución, mientras que la propia, desinteresada y al servicio del «pueblo», es necesaria. Si casualmente produce privilegios, no es más que el resultado de ocupar un cargo de ciertas características.