Una esperanza más fuerte que el frío que acabó con la pequeña Laila
Por Giuseppe Frangi , de www.paginasdigital.es
Hace unos días, en Facebook, Housan Adnan, médico del hospital Al-Shifa de Afrin, al noroeste de Siria, contaba esta historia de la que fui testigo director. “Hoy, por la mañana temprano, una niña ha llegado a nuestro hospital. La traía su padre desde la tienda en la que viven a pocos kilómetros de aquí y venía helada. Le puso encima todo lo que encontró para mantenerla caliente, hizo todo lo posible por calentar su corazoncito. La estrechaba con fuerza y, llorando, caminó desde las cinco de la mañana en medio de la nieve y el viento, hundiendo sus botas entre los escombros de su país. Sus articulaciones estaba congeladas, pero su corazón la abrazaba con fuerza. Caminó durante dos horas para llegar a nuestro hospital. Con gran dificultad, logramos separarle de su hija y ver el rostro angelical de la pequeña. Sonriente, pero inmóvil. Intentamos por todos los medios oír los latidos de su corazón, pero estaba muerta. Desde hacía una hora. Ese hombre llevaba el cuerpo de su hija sin saberlo”.
Esta niña tiene nombre. Se llama Iman Mahmoud Laila. Y una edad: 18 meses. Nada más nacer, su familia tuvo que huir del barrio en que vivían, en la periferia de Damasco, escenario de una batalla feroz. Huyeron en dirección a Alepo, donde encontraron refugio en un centro improvisado para refugiados. Vivían en una tienda, tal como testimonia el doctor Adnan. El frío de estos días ha llegado a rozar los once grados bajo cero. Ese frío que ha matado a la pequeña Iman Mahmoud Laila, que no es la única, como refieren tantos testimonios dramáticos. No estamos lejos de la frontera con Turquía y aquí se han juntado en los últimos meses más de 700.000 refugiados que huyen de la ofensiva de Assad, causando una nueva emergencia humanitaria que ya todos han olvidado.
Y en el corazón de esta emergencia están los niños. Muchos niños, como nos recuerda un maravilloso documental seleccionado para los Oscar y titulado “For Sama”. Waad al Kateab lo rodó durante el asedio de Alepo, su ciudad. Sama es su hija, que nació durante los disparos, fruto del amor con quien se ha convertido en su marido, un hombre que dirige uno de los últimos hospitales que funcionan en la ciudad.
El film es como una carta a su hija, narrada con la dulce voz de una madre. Una madre que por un lado, al filmar, no ahorra nada de todo lo que ve a su alrededor, pero por otro quiere explicar a su hija por qué ha querido traerla al mundo a pesar de ese infierno.
Al ver la película, nos enfrentamos al contraste entre la dureza y a veces también la atrocidad de muchas situaciones, y la tierna obstinación de la voz narradora de una madre, ese tono siempre comedido y digno con que se dirige a su hija. Sama en árabe significa cielo. Con este nombre sus padres han querido mostrar que esa hija representa para ellos la esperanza: esperanza para ellos pero también para todos los que trabajan con ellos, por ejemplo en el hospital.
La esperanza no puede ser una idea. Solo puede ser una vida, con su fragilidad pero también con una concreción irreductible. Como era la esperanza para ese padre que envolvió a su pequeña para salvarla del frío, en vano. Como es la esperanza para esta cineasta tierna y luchadora. Ambos, como tantos en esta Siria martirizada, buscaban algo que les ofreciera la posibilidad de otro horizonte más allá del infierno que estaban atravesando, algo que atestiguase que ese infierno no es la última palabra. Ese algo ha tomado la forma de vidas pequeñas e indefensas, expuestas al drama cotidiano de la guerra. En muchos casos víctimas, pero cada una encarna una esperanza a la que humanamente nadie puede renunciar.