El autor nos plantea los interrogantes que surgen a raíz de la pandemia del coronavirus planteando de que un virus invisible e incontrolable haya irrumpido silenciosa pero implacablemente en nuestras vidas, modificando de arriba abajo el orden del bien y el mal que regía nuestra sociedad, abriendo de par en par ante nuestros ojos una vorágine amenazante, como si de repente se abriera bajo nuestros pies un abismo cuyo fondo no vemos.
Y la cuestión, dice, nunca quedará pacificada ni resuelta de una vez por todas. Cuando la razón llega a reconocer el misterio, se produce siempre una lucha dramática entre nuestras pretensiones, por justas que sean, de tener a mano la solución de la vida y la obstinada provocación de la realidad.
El shock frente al misterio
Por Costantino Esposito, de www.paginasdigital.es
¿En qué pensamos realmente cuando hablamos de “realidad”? No me refiero en primera instancia a las teorías que se esconden o influyen –consciente o inconscientemente– en nuestros discursos cotidianos. Más bien me gustaría partir de esos discursos y de una constatación tan evidente como sorprendente: el hecho de que un virus invisible e incontrolable haya irrumpido silenciosa pero implacablemente en nuestras vidas, modificando de arriba abajo el orden del bien y el mal que regía nuestra sociedad, abriendo de par en par ante nuestros ojos una vorágine amenazante, como si de repente se abriera bajo nuestros pies un abismo cuyo fondo no vemos. Y nosotros estamos en el borde, perplejos y asustados, intentando tomar todas las medidas para no caer dentro, pero también con la incertidumbre de cómo poder superarlo y proceder en nuestra vida “normal”. El caos parece haberse adueñado del mundo habitual haciendo saltar por los aires nuestras costumbres, relaciones, proyectos y estrategias, y nos obliga a preguntarnos si lo que hemos vivido hasta ahora –y como lo hemos vivido– sería una ilusión.
En el fondo de toda seguridad que nos apresuramos a darnos mutuamente, en la charla invasiva de estos días, queda como una sensación de impotencia frente a lo imponderable. Porque es cierto que, antes o después, volveremos, pero algo parecido podría volver a suceder en cualquier momento, cuando menos lo esperemos, como una amenaza permanente en el horizonte. La cuestión es que no se trata solo de una reacción ansiosa o de una inseguridad psicológica, sino de un auténtico shock ante el misterio.
Para comprender el significado de la palabra “realidad” estamos obligados a reconocer que la realidad implica por naturaleza un “misterio”. Esta última palabra, después de tanto tiempo, vuelve a resonar en nuestra percepción del mundo y nos dice que la realidad es algo distinto a nosotros, más grande que nosotros, imprevisible respecto a nuestro control. Hoy parece una evidencia incontestable porque esta alteridad nos toca de repente, y con dureza, sin que estuviéramos preparados. Pero durante mucho tiempo –el tiempo del nihilismo– misterio ha sido una palabra marginal y cada vez más marginada en el vocabulario de las sociedades avanzadas.
Lo cierto es que cada uno de nosotros, desde el primer asomo de conciencia, ha llevado y sigue llevando dentro una cierta percepción del misterio ante las experiencias fundamentales de la vida: la dulce sorpresa de un enamoramiento, la alegría inmerecida por el nacimiento de un hijo, el drama amargo de la muerte de un ser querido. Momentos misteriosos que abren grietas en la superficie aparentemente compacta de la vida, dejando percibir de pronto su insondable profundidad. Suscitando estupor, pero también consternación, maravilla y miedo a la vez. Nos lo recuerdan las imágenes inolvidables de grandes pintores contemporáneos, como los “cortes” en el lienzo de Lucio Fontana o los sacos quemados Alberto Burri. Hendiduras, grietas, agujeros, heridas que muestran la dimensión misteriosa de la realidad y al mismo tiempo la naturaleza real del misterio. Allí donde lo visible remite a lo invisible y lo invisible nos hace descubrir todo el alcance de lo visible.
Durante mucho tiempo, el misterio ha estado confinado en la casilla de lo irracional, de lo que sencillamente no se puede explicar. Un territorio oscuro y enigmático donde nuestras deducciones mentales no logran penetrar. El racionalismo moderno intentó por muchos medios neutralizar lo que excede nuestra capacidad para medir el mundo, es decir, lo que no cabe en el conocimiento a priori de nuestra razón, hasta la gran pretensión del positivismo de declarar el misterio nada menos que una superstición que la ciencia, en su progreso, acabará pulverizando inevitablemente.
La reacción a esta pretensión ilusoria llevó luego, en ciertos momentos del pensamiento del siglo XX, a rehabilitar el misterio como puro caos, como algo irracional e ingobernable, como la nada siempre dispuesta a devorarnos o incluso como el mero sello de nuestra incapacidad existencial. De modo que el misterio queda expulsado de la potencia de la razón que lo mide todo, o confinado como signo de la impotencia de nuestra razón.
Pero la crisis de nuestros días –que es también crisis del nihilismo– nos desafía a focalizar esta presencia del misterio en nuestra vida y para nuestro conocimiento. Solo que el misterio es espinoso, no es precisamente edificante ni sentimental. Nos pone contra las cuerdas a la hora de entender la consistencia del mundo y de nosotros mismos, y descubrir que hay una lógica del misterio sin la que cual nuestra propia comprensión racional del mundo funcionaría mucho peor. ¿No será acaso que todos hemos experimentado, al menos a veces, que al afrontar ciertas cosas reconocemos que la realidad tiene un sentido infinitamente mayor que nuestras medidas? ¿Y no es cierto que cuando eso sucede se conoce mejor, más profundamente pero también más ampliamente, el mundo?
Pero la cuestión nunca quedará pacificada ni resuelta de una vez por todas. Cuando la razón llega a reconocer el misterio, se produce siempre una lucha dramática entre nuestras pretensiones, por justas que sean, de tener a mano la solución de la vida y la obstinada provocación de la realidad. Por tanto, siempre habrá alguien –no solo fuera sino entre nosotros– que seguirá reduciendo el misterio a un “dulce sueño”, usando la expresión del filósofo de la mente Daniel C. Dennett, uno de los exponentes del reduccionismo, fruto de nuestras emociones y expectativas ilusorias, que no se corresponden con realidad alguna.
Pero queda un punto sin resolver que nos inquieta, y es nuestra propia conciencia. Nuestro “yo” es el misterio más inevitable para nosotros mismos. De hecho, la contienda ahora ha pasado de la metafísica a las ciencias cognoscitivas. Para muchos, la mente es un misterio porque aún no sabemos cómo nuestros actos de conciencia, racionales y libres, son causados por procesos bioquímicos de nuestro cerebro. Porque en el fondo, como decía John R. Searle, “la conciencia forma parte de nuestra naturaleza biológica, como la digestión, la secreción de bilis, la mitosis o la meiosis”.
Pero tampoco en este caso podemos reducir el problema a nuestra medida. Debemos implicar razonablemente al misterio para comprender de qué modo la naturaleza biológica se convierte en conciencia y libertad. Y sobre todo por qué lo hace. En resumen, el misterio permanece incluso en todas nuestras explicaciones sobre “cómo” funciona la realidad. Más aún, justo cuando comprendemos el cómo de las cosas, nos asalta un estupor por el hecho de que existan. Como decía Ludwig Wittgenstein al final de su ‘Tractatus logico-philosophicus’ (1921), “lo místico [y por tanto, el misterio] no consiste en cómo sea el mundo, sino que sea”.