El amante de Flannery O’connor
Por Guadalupe Arbona Abascal e Isabel Berzal Ayuso
De www.páginasdigital.es
Flannery O’Connor sabía bien que escribir una serie de cartas dirigidas a Dios era una cosa inaudita. Corría el año de 1946 y el ambiente cultural y creativo de Iowa ponía a prueba su saber y su creer. Algunos de sus colegas hablaban de la irracionalidad de la fe, y ella quería saber, desafiada por los que no creían, si increpaba a Dios para estar tranquila. Este cuaderno, aunque incompleto, es el testimonio de quien toma en serio estas objeciones y se dirige a Dios como interlocutor. Flannery O’Connor no elude la contradicción ni consigo misma, ni con la cultura de su época, ni con Dios.
La batalla que comienza en estas páginas se desarrollará a lo largo de toda su vida. Es bien sabido que sus cuentos son retratos vivos de lo fácil que es crearse una imagen de Dios a medida y que el tono cómico y cáustico que recorre sus obras tiene un motivo estructural: las distorsiones divinas.
A través de este diario descubrimos el punto sólido en el que se basan. Flannery O’Connor no es una ingenua ni una sentimental y tiene la lucidez para ver lo fácil que es hacer de lo bueno algo perverso. En esta lucha, O’Connor, que conoce bien su debilidad —desea ser «una santa inteligente» cuando se sabe «una tonta presuntuosa»— le pide a Dios que se dé a sí mismo a través de un conocimiento claro y razonable. No quiere sucedáneos. Esta inteligencia es el fundamento de su visión, de su creatividad y de las virtudes que le permitirán alzar vida con palabras.
Su visión quiere arrancar del origen, es decir, de ese Dios que hace que las cosas sean lo que son. Por eso se reprocha a sí misma el intento de meter el «cadáver de Dios». No, no es ese el Dios que ella busca, sino el que responde a su deseo de manera completa. Una de las peticiones más insistentes es que Dios se encargue de sus relatos. No lo hace para ahorrarse la responsabilidad —tenía verdadero interés en escribir y hacerlo bien, y este diario es testigo de su esfuerzo— sino como forma de reconocer con certeza que hay un Creador: «querido Dios, deseo que seas Tú el que te encargues de que el relato sea sólido porque yo no sé cómo hacerlo, del mismo modo que el relato surgió y yo no sabía cómo escribirlo».
Por eso, este diario tiene cierto carácter de descubrimiento. Flannery O’Connor tenía un ojo especial para detectar el mal y la violencia y a esta capacidad le pone nombre también en estas páginas. Le es más fácil ver el infierno que el paraíso: «A mi corto entender el infierno le resulta mucho más plausible que el paraíso. Sin duda es porque el infierno se parece más a la tierra».
La escritora podría haberse quedado ahí, en el infierno, pero no se conforma. En estas páginas, Flannery también descubre muchas cosas dentro de sí —la presunción y la pedantería, la mediocridad y la tibieza— que aborrece y de las que se quiere liberar. No quiere que sean la última palabra sobre sí misma, y por eso comienza su cuaderno expresando el deseo de que su propia oscuridad no opaque la luz de la luna. Para ello también se valdrá de lo que tiene a mano, otros escritores y pensadores que le ayudan en su recorrido personal: compara su visión del amor con la de Proust o Lawrence, señala su acierto y lo que a su modo de ver les falta, se confronta con el pensamiento de Freud, espera una gracia como Kafka o se deja provocar por Bloy, Pèguy y Bernanos.
Es aquí donde reside la singularidad de este diario, en que, conociendo el secreto de su persona, de su mirada y de su escritura, anhela a ese querido Dios al que se dirige. A veces como balbuceando. Otras arrastrada por una exigencia nerviosa. Otras, las menos, intentando ordenar su pensamiento, muchas avergonzada de lo que sale de sus días. Y a medida que se avanza por las páginas se va adquiriendo la seguridad de que el interlocutor es un Dios que salva de la mediocridad y al que se desea como a un amante.
“Diario de oración” es una ventana al mundo interior de Flannery O’Connor, tanto de su proceso creativo como de su vida espiritual. Son pocas páginas y a veces tan escuetas que casi no le da tiempo al lector a saborear la densidad e intensidad de sus sentimientos, sus razonamientos y sus reflexiones, que, en ocasiones, resume en frases cortantes y agudas.
Entramos en el umbral de una experiencia en acto, que se hace palabra apenas emerge, es decir, que tiene componentes de una espontaneidad, a veces deliciosa, otras endiablada, en cualquier caso siempre reflejo del flujo de su conciencia. A través de la aparente espontaneidad se descubre sin embargo un orden racional: desfila la descripción de las formas de oración y de las virtudes teologales o el significado de la vida de la Iglesia al hilo de su experiencia personal.
El lenguaje que utiliza la escritora contiene modismos propios de su tierra y su época, son frecuentes los pronombres sin antecedente unívoco, las repeticiones y el uso —y hasta abuso— de las oraciones adversativas, con las que la escritora expresa sus pensamientos directamente, en sus contradicciones y avances. Todo ello nos ha presentado dificultades en la traducción. Hemos respetado la forma del diario lo máximo posible, pero para facilitar la lectura, hemos incluido algunos brevísimos añadidos indicados en el texto. Conscientes de que la traducción es interpretación y reescritura, para los lectores avezados incluimos también el original manuscrito, que tiene, además, la cercanía única que otorga ver la caligrafía de la autora.
Solo nos queda hacer una recomendación al lector que a nosotras nos ha servido: entrar en el diario con la delicadeza que ella misma pedía, para no manosear un alma. «Tengo miedo de las manos insidiosas, oh Señor, que manosean la oscuridad de mi alma. Por favor, sé mi guardián contra ellas». Es difícil no preguntarse de quién son estas manos que Flannery O’Connor menciona en la tercera entrada de su diario y de las que pide a Dios, su guardián, que le proteja. No hay una respuesta, pero no descartamos que puedan ser también las nuestras, si diseccionan lo que hay en el alma de la escritora.
“Diario de oración”, de Flannery O’Connor. Ediciones Encuentro. 118 páginas.