‘En América Latina hay hartazgo por la endémica cultura del privilegio”
Entrevista de Fernando de Haro, de www.paginasdigital.es a Carlos Hoevel
Carlos Hoevel repasa para www.paginasdigital.es las causas de las protestas en América Latina. No están animadas solo por cuestiones económicas, según Hoevel, que apunta a cuestiones antropológicas. El profesor de la Universidad Pontificia de Argentina repasa y juzga los acontecimientos que han marcado las últimas semanas en su país y en Argentina.
¿Hay algún denominador común en las protestas que se están produciendo en Colombia, Bolivia, Ecuador y Chile?
Tiendo a interpretar el movimiento de protestas en América Latina dentro del contexto de las protestas que observamos en muchas partes del mundo. Lo común que veo tanto en Santiago como en El Cairo, en Bogotá como en París o en La Paz como en Hong Kong, es un descontento muy grande con la clase dirigente en general, sea esta última de izquierda, de centro o de derecha. En muchas partes parece registrarse un fin de la tolerancia por parte del ciudadano común, a una clase dirigente que, al mismo tiempo que acumula cada vez más privilegios y sospechas de corrupción, no ofrece soluciones a los problemas de su vida cotidiana. También veo en común el papel que están teniendo las nuevas tecnologías de la comunicación para potenciar enormemente -y a veces de modo irrealista- tanto las expectativas de progreso como las posibilidades de acción conjunta, rápida y sorpresiva, de los hasta hace no mucho tiempos silenciosos y dispersos disconformes.
Un tercer elemento en común es la crisis de la globalización que ha detenido, de modo bastante abrupto, el crecimiento del consumo y la mejora del bienestar en estos países. Hay que tomar en cuenta el hecho de que por primera vez en la historia de América Latina -gracias a la prosperidad inédita por el auge del precio de los commodities durante el vertiginoso ascenso de China- muchas personas han logrado salir de la indigencia o la pobreza crónica e ingresado ya sea a un estado de pobreza más tolerable o al estrato más bajo de la clase media. Pero al detenerse el flujo de dinero que entraba por las exportaciones, este ascenso que venían disfrutando se ha detenido. A esto hay que sumarle el uso puramente consumista que han hecho varios gobiernos -populistas o no- del dinero ingresado en los últimos tiempos de prosperidad. Muchos se han concentrado en cobrar impuestos, aumentar el gasto estatal, fomentar inversiones estatales o de empresas subsidiadas no competitivas, generando una cultura consumista de base económica débil que produce expectativas poco realistas y desmesuradas de progreso rápido y fácil, y han descuidado la inversión privada genuina a largo plazo que es la que crea empleos competitivos y estables.
¿Y el factor de la desigualdad?
Aunque la pobreza, al igual que en todo el mundo, viene en promedio disminuyendo de modo bastante constante desde hace décadas en América del Sur -con las lastimosas excepciones de Venezuela y la Argentina- la desigualdad se mantiene en niveles altísimos en todos los países de la región. La detención súbita del ascenso desde la indigencia y la pobreza ha hecho que muchas personas tomen conciencia del carácter muchas veces artificial de esa desigualdad, basada no solo en las limitaciones distributivas de cualquier economía, sino en la existencia de privilegios especiales para ciertos grupos sociales que ofician al mismo tiempo de barreras o impedimentos para el ascenso social razonable de todo el resto. Si bien las tendencias políticas de los partidos en el gobierno son distintas y a veces opuestas en los diferentes países -y habría que analizar también las causas específicamente nacionales de cada protesta- el hartazgo con la endémica cultura latinoamericana del privilegio y de la colonización del Estado por parte de grupos de intereses, ya sean estos las elites tradicionales o las nuevas elites populistas en el poder, es también, en mi opinión, un factor común a todas las protestas.
Algunos achacan lo que está sucediendo en Chile al fracaso del modelo liberal que domina en la economía del país. ¿Tiene fundamento esta hipótesis?
Mi respuesta es a la vez no y sí. Creo que la explicación de los hechos que intentan imponer, por ejemplo, los partidarios del populismo chavista o kirchnerista, afirmando que el modelo chileno de apertura económica e integración a la globalización ha fracasado de modo completo es insostenible porque es claramente falsa. Basta con ver los datos abrumadores del crecimiento económico de Chile en los últimos cuarenta años. Entre 1986 y 1997 Chile creció a un 7,3% anual, una cifra notable, comparable al 10% en que crecían los países asiáticos. Luego durante fines de los años 90 y la primera década del 2000 tuvo tasas más moderadas de crecimiento -rondando el 4%- pero siempre manteniendo una asombrosa estabilidad que le permitió sortear sin mayores problemas todas las crisis globales, incluida la crisis financiera de 2008, que afectaron enormemente a todos los demás países latinoamericanos, los cuales tuvieron caídas estrepitosas de sus PIB. En las segunda década del 2000 el crecimiento continuó, aunque a niveles más bajos, como fue la tendencia en todo el mundo, sumado a una cierta pérdida de competitividad y capacidad de renovación del sistema productivo chileno.
El dato más impactante del lado exitoso del modelo chileno es la drástica disminución de la pobreza. Hay que recordar que Chile tenía en la década de 1960 niveles de pobreza que rondaban el 60%, en los años 80 todavía estaba cercana al 40% y de allí en adelante no ha hecho más que descender hasta niveles que rondan el 9 o el 8% en la actualidad. La pobreza extrema, que sigue alta en casi toda América Latina -a excepción de Costa Rica o Uruguay- prácticamente ha sido erradicada en Chile. Recordemos, por ejemplo, que la Argentina, su vecino mucho más rico en recursos naturales, pasó de una pobreza en 1960 del 7 u 8%, a un 30% en la actualidad. No hablemos de Venezuela, cuyos niveles de pobreza extrema -aunque no hay estadísticas confiables- se calculan en más el 60% de la población.
Me parece que no solo estos datos sino sobre todo la observación directa de la realidad concreta que puede haber hecho cualquiera que haya vivido o frecuentado Chile en los últimos cuarenta años, permiten comprobar la clara mejora de las condiciones de vida y darse cuenta de cuál de los modelos latinoamericanos es el que en realidad fracasó. Pero lo importante no son solo los datos de la mejora económica y social chilena, sino las causas que la produjeron. No se trató de un crecimiento sostenido únicamente por un recurso natural abundante, como ocurrió en muchas décadas con el petróleo venezolano u otras commodities en América Latina. Si bien el cobre sigue teniendo peso en Chile, fueron sobre todo la solidez institucional, el buen gobierno y una estrategia nacional de cooperación entre todos los sectores, sin olvidar un esforzado y cuidadoso trabajo de inserción de la variada producción del país en los mercados globales -que combinó apertura con prudentes medidas de protección- los que permitieron el asombroso crecimiento económico y social de Chile.
¿Cuál es el problema entonces?
A pesar del éxito que exhibía hasta ahora Chile, escondía varios problemas endógenos. Uno de ellos es el déficit de legitimidad democrática que tiene un orden constitucional diseñado por la dictadura de Pinochet y aceptado por los sucesivos gobiernos democráticos pero nunca verdaderamente confirmado por parte de toda la sociedad. Si bien la Constitución fue aprobada en su momento por dos plebiscitos (1980, 1989), estos últimos fueron convocados por la dictadura. En ese sentido, este déficit de legitimidad democrática era un caldo de cultivo para una revuelta. Un segundo problema, mucho más profundo e histórico, es el de la desigualdad. A pesar del notable crecimiento económico, el índice de Gini de Chile, que marca el nivel de desigualdad en una escala de 1 a 100, se mantuvo casi incólume alrededor de 50 en los últimos cuarenta años. Si bien esto es un mal endémico de toda América Latina, resulta intolerable en un país que ha logrado progresos tan importantes en tantos otros aspectos. Las causas de la desigualdad obedecen, por un lado, a la posición histórica que en Chile, como en otros países de la región, aún ostenta la élite tradicional que preside el país. De un estilo en muchos casos marcadamente clasista y fundado en una serie de redes y acuerdos implícitos informales que bloquean el acceso a los cargos y posiciones públicas y privadas para miembros de otras clases sociales, la élite -ya sea en los gobiernos de centro derecha como el actual o en los de centro-izquierda anteriores- domina todos los lugares clave del país.
Pero la desigualdad se sostiene además por las barreras económicas que existen en Chile especialmente para un acceso más igualitario a la educación y a la salud. Esto se debe, en mi opinión, a la influencia de la ideología neoliberal que dominó buena parte del modelo chileno desde el principio, lo que ha llevado a la introducción de mecanismos de mercado en áreas de la vida social en las que deberían aplicarse otros criterios. Al problema de la desigualdad le agregaría la pérdida de un sentido trascendente y humano de la vida que generó un modelo social excesivamente basado en incentivos monetarios. Cuando se organiza toda la vida social con criterios utilitaristas, comienzan a destruirse todas las demás motivaciones y la gente termina por actuar movida solo por la búsqueda del propio interés a toda costa. En este sentido, el capitalismo neoliberal, al destruir sus bases humanas y éticas, termina por provocar sus propias crisis. Esto no quita que no exista también una responsabilidad de los grupos ideológicos y extremistas en la revuelta chilena. No hay que olvidar el grave problema de integración de la minoría mapuche, que es la base de la proliferación de una nueva izquierda indigenista radical, la cual, con apoyo de otros grupos extremistas, produjo buena parte de los actos de vandalismo y violencia, acentuados en muchos casos por un mal manejo del gobierno y los excesos en la represión por parte de las fuerzas de seguridad.
En suma, si bien existe el riesgo de una derivación imprevisible si la Constitución es reformada en un sentido populista radical en el plebiscito de 2020 -lo cual espero que no suceda- creo que la crisis chilena terminará siendo una crisis de crecimiento, que permitirá confirmar todo lo bueno que tiene el modelo chileno, pero realizando reformas que permitan ampliar su base social, disminuir la desigualdad y dar mucho más espacio para un florecimiento del ser humano en esa sociedad.
¿Cuáles son las causas que han provocado una nueva victoria del peronismo en Argentina?
Creo que la causa más importante del regreso del peronismo al poder ha sido el contundente fracaso de la gestión económica de Macri. Si uno observa los resultados de las elecciones de medio término de fines de 2017, la alianza presidida por Macri ganó ese año con claridad en todo el país. Incluso la propia ex presidenta Cristina Kirchner sufrió en aquella ocasión una contundente derrota en la provincia de Buenos Aires, su bastión político principal, frente a un candidato a diputado macrista de segunda línea. Es decir que hasta por lo menos el mes de marzo de 2018 la posibilidad del regreso del peronismo al poder, luego de la cuestionada presidencia de Cristina Kirchner, era algo impensable. La impopularidad de esta última se debía, por un lado, a las condiciones desastrosas en que había dejado la economía del país: un gasto público descontrolado del orden del 50% del PIB, es decir el doble de cualquier otro país latinoamericano, una inflación acumulada en sus cuatro años del orden del 140%, un déficit fiscal del 7%, un cepo cambiario que aislaba completamente al país y una recesión que parecía no tener fin. A esto se agregaba la acusación de haber protagonizado uno de los gobiernos más corruptos de la historia argentina, con decenas de causas judiciales en su contra. A este rechazo mayoritario hacia Cristina había que sumarle la aparente prosperidad económica que había comenzado con Macri, que no pudo hacer crecer la economía en 2016, luego de casi cuatro años de recesión del último gobierno kirchnerista, pero luego de haber restablecido el crédito internacional, comenzado un importante plan de infraestructura, bajado los niveles de corrupción, revitalizado el sistema energético nacional prácticamente destruido por la irracional política de subsidios llevada adelante por Cristina, logró un 2,7% de crecimiento durante 2017, un aumento del consumo y una disminución de la inflación y de la pobreza. En otras palabras, parecía que las cosas iban bastante bien para Macri y pésimas para el peronismo.
Pero a partir de marzo de 2018 comenzaron a sucederse una serie de episodios económicos aparentemente imprevistos, al menos para quienes veían las cosas solo en la superficie. Después de ganar las elecciones de mitad de período, tal vez pensando que los riesgos habían disminuido, Macri aflojó algunas medidas de su débil programa anti-inflacionario, socavando su propio marco macroeconómico y desencadenando una crisis financiera. El gobierno, con un gasto monumental recibido de Cristina Kirchner que apenas había logrado disminuir levemente, se había financiado con deuda externa en dólares. Pero las nuevas expectativas inflacionarias llevaron a que la demanda de activos en pesos se derrumbara, lo que produjo una devaluación de la moneda, lo que a su vez produjo un aumento de la deuda en dólares contraída por el país. Esto provocó la caída del financiamiento internacional, lo cual desencadenó una nueva recesión, hizo resurgir la necesidad de ajuste del gasto estatal, y con este el potencial estallido social. La imposibilidad de seguir financiando el gasto heredado de Cristina y la ausencia de una «lluvia de inversiones» que siempre prometió pero que nunca llegó, llevaron a Macri a recurrir al auxilio del Fondo Monetario Internacional, lo cual, en América Latina, suele ser el preanuncio del fracaso no solo económico sino también político de cualquier gobierno. La secuencia del deterioro económico veloz que sucedió a estos hechos es bien conocida: devaluación acelerada y constante del peso argentino, recesión con caídas drásticas del PIB durante tres años consecutivos, una inflación acumulada del 300% durante cuatro años, una disminución del ingreso per cápita del orden del 10% y un aumento de la pobreza a niveles superiores al 30%. Aunque la gigantesca devaluación y el programa del FMI posibilitaron un ajuste rápido del déficit fiscal que llegó muy cerca de ser cero en apenas un año, la contracara de esto fue el aumento de la deuda externa que trepó a casi U$s 140.000 lo cual resucitó de nuevo un fantasma que ya había visitado a la Argentina en 2002: el del default. Para un presidente que había propuesto al asumir ser evaluado por solucionar rápidamente el problema de la inflación y lograr la «pobreza 0», la perspectiva electoral para las elecciones presidenciales de este año no era ciertamente prometedora. En tal sentido, casi se podría decir que a la mayoría de la población, con su ingreso deteriorado o sumergida bajo la línea de pobreza, casi no le quedaba otra opción racional que votar cualquier otro candidato que pudiera desplazar a Macri, aunque se tratara de Cristina Kirchner.
¿Qué papel tiene Alberto Fernández?
Los votos potenciales a Cristina Kirchner, apoyada por un 30% de partidarios kirchneristas incondicionales -un 20% provenientes de las clases populares más pobres de los suburbios de Buenos Aires y un 10% de la clase media ideologizada- no bastaban para derrotar a Macri. De hecho, la otra mitad del peronismo -el 18% del electorado proveniente de la clase popular bonaerense, parte de la clase media y de las provincias más tradicionales del norte y el sur del país- no estaba dispuesta a subordinarse de nuevo al estilo populista autoritario de Cristina. Y allí surge el segundo gran factor que explica el triunfo del peronismo: la astuta maniobra de Cristina, auto-desplazándose de la candidatura a presidenta a la de vicepresidenta y colocando como candidato presidencial a un ex ministro, proveniente del peronismo más tradicional, que había sido fiel servidor de su marido, pero que también había renunciado durante su propia presidencia y la había criticado con dureza a viva voz durante varios años. La «operación Alberto Fernández», probablemente realizada por Cristina ante la desesperación de que un triunfo de Macri envalentonaría a los jueces para por fin ponerla en la cárcel (hace tiempo que para ello tienen todas las pruebas en la mano), alcanzó con creces el objetivo esperado: disipó parte de los miedos de los peronistas más conservadores y posibilitó la reunificación electoral del peronismo que en estas condiciones económicas resultaría imbatible. Sin embargo, luego del triunfo por casi 20 puntos de la fórmula Alberto Fernández-Cristina Kirchner en las elecciones primarias, el miedo a Cristina se reavivó y el resultado electoral de octubre, si bien le fue favorable, terminó en solo 8 puntos de diferencia sobre Macri que obtuvo un nada despreciable 40% proveniente especialmente de las clases medias urbanas y rurales más cosmopolitas del centro del país. Este equilibrio de fuerzas aparentemente le quita a los K posibilidades de llevar adelante un gobierno de corte tan autoritario como el que desarrollaron en sus presidencias anteriores. Pero está por verse.
Alberto Fernández ha advertido al FMI que no hará más ajustes. ¿Es posible hacer otra política económica diferente a la que ha hecho Macri?
La idea de que Macri fue un gran ajustador neoliberal es en buena medida un mito construido desde el principio de su presidencia por sus opositores, especialmente los kirchneristas. En realidad, probablemente el error principal de Macri haya sido precisamente el de no haber comenzado su presidencia con medidas más contundentes de ajuste fiscal y de disminución del gasto estatal descomunal heredado de Cristina Kirchner realizando todo el mal al principio, como diría Maquiavelo. Tratando de evitar el mote de ajustador, procurando ser popular y motivado por una dosis de confianza excesiva en su prestigio internacional para poder atraer inversiones que le permitieran poder crecer sin necesidad de ajustar el gasto estatal, Macri recurrió al endeudamiento externo para cubrir los gastos. Aunque su programa fue presentado como un ajuste gradual, entre 2015 y 2018 tuvo más bien las características de un populismo económico suave que intentaba arreglar las cosas sin que se notara. Con la excepción del ajuste bastante cruento que llevó adelante en las tarifas de los servicios públicos -que Néstor y Cristina Kirchner habían congelado en el mismo precio durante 12 años ignorando olímpicamente la inflación y los precios internacionales y provocando una desinversión en el sector energético que llevó prácticamente al colapso del sistema- Macri hizo hasta 2018 solo ajustes leves de la economía. En realidad, el tremendo ajuste del déficit fiscal y de la economía privada en general, incluyendo los ingresos de los asalariados, que tuvo lugar después no fue una medida decidida por Macri, sino el resultado de la explosión de la bomba del gasto y el déficit que Macri nunca quiso o pudo voluntariamente desactivar.
La situación actual es muy compleja ya que no existe crédito internacional para financiar el gasto público que, a pesar de las sucesivas devaluaciones que produjeron una substancial reducción del déficit, sigue siendo insostenible. A esto se le suma el pago de la deuda externa para lo cual hay un solo camino: una reestructuración cuya forma aún no queda claro cómo será. ¿De dónde se obtendrán los recursos tanto para el pago de los gastos estatales como para la deuda externa cuando la economía está en recesión profunda desde hace tantos años y la entrada de divisas es exigua? El primer paso será la negociación con el FMI, el cual, seguramente, querrá ver el grado de sostenibilidad del programa económico para pensar en el modo de reestructurar la deuda y programar posibles desembolsos futuros. Pero aun acordando una salida racional al problema de la deuda, el problema principal permanece: ¿cómo salir de una recesión con alta inflación, pobreza, desempleo disimulado con empleo público improductivo y sobre todo, una enorme desconfianza local como internacional en el gobierno recién electo?
Las expectativas son aún más brumosas si se toma en cuenta lo expresado hasta ahora por el presidente electo Alberto Fernández. Él promete no seguir el camino de ajuste de la economía de Macri y apuntar a impulsar el consumo y con ello reactivar la producción. Pero esta promesa ignora otro factor fundamental: los bajísimos niveles de inversión. Lo que muchos piensan es que Fernández se arriesgará a emitir moneda para aumentar el consumo y generar una sensación de reactivación pero al poco tiempo, dada la falta de inversión, esto generará no un aumento de la producción sino un aumento de la inflación, lo cual agravará la situación. De todos modos, en la Argentina existe un enorme nivel de pensamiento mágico que presume que «el peronismo se las arreglará». Pero la realidad es que no existe otra salida racional para la Argentina que la de un programa integral llevado adelante por un gobierno confiable que incluya al mismo tiempo un programa de reforma del Estado (que no se limite a la disminución del gasto), reformas estructurales, fiscal y laboral, una política de desarrollo industrial, social y regional, y una estrategia de apertura inteligente al mundo. Pero dudo que esto esté en la cabeza o en las posibilidades políticas del presidente electo. Espero equivocarme.
El Grupo de Puebla ha apoyado a Alberto Fernández. ¿Surge en la región un nuevo polo de izquierda? ¿Qué características tiene?
Mi impresión es que el Grupo de Puebla es un intento de resucitar una época política -la del auge del chavismo y de Lula- que ya ha pasado. El dato más contundente sobre su carácter nostálgico son sus principales integrantes: Dilma Rousseff, Lula da Silva, Rafael Correa, Fernando Lugo, Evo Morales. Todos ex presidentes de la época dorada de la izquierda populista latinoamericana apoyados desde afuera del continente por otra personalidad del pasado: José Luis Rodríguez Zapatero. El único miembro del Grupo que estará en pocos días en la presidencia es Alberto Fernández, quien tendrá que convivir con presidentes de tendencia política mayoritariamente de derecha: Bolsonaro en Brasil, Piñera en Chile, Duque en Colombia, Vizcarra en Perú y ahora Lacalle Pou en Uruguay. Otro dato importante para medir el peso del Grupo de Puebla es que el único presidente de izquierda democrática en ejercicio en la región, nada menos que el presidente de México Andrés Manuel López Obrador, no ha querido formar parte. Por supuesto, tampoco tienen nada que ver con el Grupo los ex presidentes de la auténtica izquierda democrática latinoamericana, como por ejemplo Michelle Bachelet. Es significativo también que se hayan dejado afuera del Grupo al presidente cubano, Miguel Díaz-Canel, a Daniel Ortega y a Nicolás Maduro. También allí hay un mensaje que este nuevo Grupo quiere dar: representamos solo a la izquierda democrática. Esto último parece positivo aunque es muy poco creíble. Está claro que detrás de este Grupo está escondido el mismo eje bolivariano de siempre, que por supuesto sigue reivindicando y apoyando a la dictaduras cubana, venezolana y nicaragüense, aunque por ahora las silencia por puras consideraciones pragmáticas.
«Detrás del Grupo de Puebla está escondido el mismo eje bolivariano de siempre, que por supuesto sigue reivindicando y apoyando a las dictaduras cubana, venezolana y nicaragüense»
Considero que hasta el momento el Grupo ha tenido utilidad únicamente para Alberto Fernández que ha intentado, aprovechando los sucesos de Bolivia, mostrarse como el nuevo líder de una renovación de la izquierda en el continente. Si bien esto le puede servir para demostrar sus credenciales izquierdistas dentro de su espacio político -dentro del cual hay serias dudas sobre sus convicciones en tal sentido- no creo que pueda tener mayores consecuencias. Fernández tiene demasiados problemas en casa como para liderar un movimiento regional. De todos modos, la derrota de Macri en Argentina, las graves crisis que enfrentan Piñera y Duque, las señales de una posible crisis en el Brasil de Bolsonaro -sin hablar de la completa precariedad institucional de la nueva derecha en el poder en Bolivia- no aseguran tampoco que el populismo de izquierda no pueda regresar, aunque no creo que sea a través de los integrantes del Grupo de Puebla.
¿Alberto Fernández va a tener algún margen de maniobra o la política la va a marcar Cristina Kirchner? ¿Qué consecuencias tiene eso?
Esa es la gran pregunta que se están haciendo todos los argentinos. Y sospecho que también los propios Alberto Fernández y Cristina Kirchner. Las señales que se pueden observar hasta ahora no son para nada claras en ningún sentido. Por un lado, Alberto parece estar consultando cada uno de sus pasos con Cristina, y por el otro, asegura que va a ser él quien lleve las riendas del país. Por eso, para poder orientarnos, creo que hay que partir de los hechos que tenemos hasta ahora. La realidad es que Alberto Fernández fue un candidato completamente construido por Cristina Kirchner. No pertenecía a la lista de políticos potencialmente presidenciables. Siempre ocupó el lugar no de un político, sino de un operador político al servicio de algún político. Trabajó para todos los gobiernos de cualquier signo político: Alfonsín, Menem, Duhalde y, finalmente, Néstor Kirchner. Pero durante los gobiernos kirchneristas su verdadero jefe fue siempre Néstor Kirchner, no Cristina. Cuando esta última accede a la presidencia en 2007 lo hereda como ministro de su marido. Pero nunca se llevaron bien. Fernández, al igual que Néstor Kirchner, es un completo pragmático, sin ningún interés por la ideología. Cristina Kirchner, en cambio, se percibe a sí misma como una líder intelectual llamada a llevar sus ideas hasta las últimas consecuencias. Esta absoluta divergencia de espíritus hizo eclosión con la renuncia de Alberto en 2008 cuando Cristina entró en un conflicto frontal con el sector agropecuario y llevó al país a un populismo radicalizado. A partir de ese momento, Alberto se convirtió en un crítico feroz de Cristina, reivindicando siempre a Néstor Kirchner. El resto de la historia es conocida. Cristina nombró apenas hace siete meses a Alberto como candidato presidencial no por afinidad sino por necesidad: sus divergencias generaban confianza en el resto del peronismo que no soportaba a Cristina pero que esta última necesitaba para ganar.
«Seremos testigos una vez más de un fuerte choque entre las dos tendencias antagonistas que siempre terminan enfrentándose en el seno del peronismo»
Así, lo que hoy tenemos es una unión puramente pragmática con un presidente electo que es producto personal de Cristina, pero que está apoyado al mismo tiempo por el poderoso sector tradicional del peronismo que no quiere tener nada que ver con Cristina y su populismo de izquierda: los sindicalistas, los gobernadores-caudillos del interior del país y un sector del empresariado industrial. Del otro lado, estará Cristina, ocupando el cargo formal de la vicepresidencia, pero con control del bloque peronista de diputados que será presidido por su propio hijo y del bloque peronista de senadores, presidido por un senador afín. Además tendrá el control de la provincia de Buenos Aires: el distrito más populoso e importante del país cuyo gobernador electo es un economista de origen marxista que fuera su ministro dilecto durante su presidencia. Finalmente, Cristina también contará con el apoyo de su potente grupo ideológico de militantes llamado La Cámpora (en recuerdo del presidente que colocó Perón antes de su regreso triunfal al país y que se hizo célebre por su apoyo a la guerrilla izquierdista) y de la mayor parte de los líderes de los llamados «movimientos sociales» que pueden movilizar en pocas horas a miles de personas -la mayoría desocupados, trabajadores precarios o miembros de cooperativas populares dependientes de subsidios estatales- y paralizar el tránsito de toda la capital.
¿Intentará Fernández recorrer un camino racional, negociando con el FMI, presentando un programa económico sustentable, y generando así, aunque sea de a poco, la confianza nacional e internacional que aún no tiene por su dependencia de Cristina? Mi opinión es que lo intentará y que Cristina probablemente no intervenga al principio demasiado en ese primer intento dada la situación de precariedad absoluta en que se encuentra el país. Me parece que Cristina tiende claramente al fanatismo ideológico, pero ha demostrado ser, al mismo tiempo, lo suficientemente práctica para no poner en peligro a un gobierno que le ha caído verdaderamente del cielo. Especialmente si se toma en cuenta la complicada situación judicial en que se encuentra no solo ella, sino sobre todo su hija, quien no tiene fueros y se encuentra actualmente en Cuba afectada por una dolencia desconocida pero aparentemente compleja.
De todos modos, más allá del intento de Alberto Fernández de maniobrar dentro de este contexto tan complejo, mi impresión es que finalmente seremos testigos una vez más de un fuerte choque entre las dos tendencias antagonistas que siempre terminan enfrentándose en el seno del peronismo: el peronismo clásico de tipo caudillista industrial-sindical, y el peronismo de izquierda con sueños revolucionarios. Lamentablemente este conflicto será probablemente de nuevo a costa del país, que deberá encontrar la manera de superarlo. No pierdo, sin embargo, las esperanzas de que prime la racionalidad, aunque los antecedentes históricos no ayudan.