Una nota de Davide Prosperi
Publicada en www.paginasdigital.es
El protagonista de mi historia es Frederick Farookh Bulsara, Freddie Mercury, como quiso llamarse para quitarse de encima aquel epíteto racial, Paki, que le resultaba bastante indigesto. El 24 de octubre se estrenó en Reino Unido la película biográfica sobre la voz principal de Queen (NdelaR:Bohemian Rhapsody), que gusta a espectadores de diferentes generaciones y especialmente a jóvenes que no conocieron a los Queen.
Como fan de los primeros, me preocupaba que este film cayera en el relato habitual del joven transgresor, excéntrico, con ropa llamativa y hasta un poco perturbado, al que le encantaba llamar la atención con sus excesos. Por no hablar de la posible instrumentalización, también evidente, del paladín de batallas socioculturales que francamente empiezan a resultar agotadoras. Pero no hay nada de eso. El director ha hecho un buen trabajo. Ha conseguido mostrar el profundo drama de un joven dotado de una voz y un temperamento extraordinarios, y de una fragilidad igualmente extraordinaria, en busca de su propio rostro humano. El film suscita compasión, la misma compasión que sentí ante su muerte. Ahí empieza mi historia, mi viaje (¿fantástico?) entre los textos de sus canciones.
Había una vez un cantante, hijo de padres parsis, zoroástricos, que tenía una relación complicada pero respetuosa con su padre, un empleado de banca que trabajaba para el gobierno inglés en las colonias británicas. Excéntrico, fastidiosamente ostentoso, abiertamente bisexual, aquel cantante tuvo un gran amor en su vida: Mary Austin, la mujer a la que dejó la mitad de su herencia. De ella dijo en una entrevista en 1985: “Todos mis amantes me preguntan por qué no puedo sustituir a Mary, pero es sencillamente imposible”. En ella, Freddie ve el signo de una promesa que nunca en su vida se cumplirá. Su tendencia narcisista, junto al creciente consumo de estupefacientes, se convierten en un peaje a pagar por la fama en un mundo en el que no consigue llegar a sentirse aceptado y del que siente una sed desesperada. Nunca conseguirá desengancharse. Sin embargo, esta figura femenina marca un punto de inflexión en la concepción que el cantante tendrá de sí mismo: hay una promesa incumplida para la que se siente hecho, ante ella nunca conseguirá hallar reposo. La suya será una vida dura, pero no puede dejar de desear la plenitud. A menudo se ha dicho que Queen tenía dos almas: una blanca (el alegre y positivo Brian May) y otra negra (el oscuro y reflexivo Freddie Mercury), como las caras de su álbum recopilatorio Queen II. La verdad es que Freddie contenía en sí ambas caras.
La combinación parecerá irreverente, pero el juicio que Anton Schindler, el primer biógrafo de Beethoven, escribió tras la muerte del gran compositor alemán vale también para Mercury. “Las hojas más afiladas son las que más fácilmente pueden doblarse, alisarse o romperse”. Freddie es frágil, afectivamente confuso, incapaz de aguantar la presión del ambiente en que se encuentra.
Una fragilidad que, como suele suceder, expresa en forma de arrogancia. Pero esto no hace más que inflamar la herida que da lugar a uno de los más grandes genios de la música moderna. La letra y la música de las canciones de Queen son hojas afiladas que penetran, nunca banales, nunca obvias. Freddie Mercury se niega a encasillarse en los esquemas de la música pop, con temas recurrentes, facilones y repetitivos. La música de las canciones de Queen son una sucesión de novedades, aceleraciones imprevisibles, golpes de rock duro y melódicas caricias, todo en un único tema, siguiendo la emoción, la desolación o la súplica del protagonista de esta historia, como en la insuperable Bohemian Rhapsody.
Una canción del segundo álbum, Queen II (1974), Father to son, expresa al menos una parte del sentimiento que Mercury tenía de sí mismo y de la realidad. Sentimiento que le acompañará hasta el final en su búsqueda de la Belleza, o del Amor. La vida es dura cuando uno no se resigna a dejar de amar. Aunque uno se sienta defraudado o abandonado. Pero esta es la única manera de vivir de verdad. “La vida es complicada, ahora solo espero algo que caiga del cielo, espero el amor” (It’s a hard life, The Works, 1984).
We will rock you (The news of de world, 1977) describe duramente el malestar de los jóvenes que tienen que destacar o morir en un mundo que ha perdido la necesidad de un significado para vivir. Puro producto del ambiente, que aplasta esa voz que sale de dentro recordándoles que su destino es otro: paz, satisfacción. Este tema se confronta continuamente con otro, la necesidad de perdón.
Al principio, los Queen no tuvieron éxito, pasaron unos años de indiferencia por parte de la crítica y del público. Hasta que Queen II rompe con Seven seas of Rhye, que expresa la desafiante ambición de cuatro chavales que piden venganza ante la incomprensión del mundo. De manera narcisista, sueñan con dominarlo. Es recurrente en la primera etapa de su carrera. También aparece en We are the champions (The news of de world), pero aquí empieza asomarse con un nuevo impulso: el mundo no entiende, hay algo que no va bien en nosotros y nadie nos entiende. Pero lo conseguiremos de todas formas porque somos los más fuertes. Una trayectoria que alcanza su culmen en The miracle (1989) con I want it all: “Aquí está el futuro de los sueños de juventud, lo quiero todo y lo quiero ahora””.
Llegados a cierto punto, como un meteorito, salta una chispa distinta. En realidad, está presente desde el principio, de hecho esas dos almas (blanca y negra) seguirán conviviendo, pero la fuerza persuasiva de este nuevo factor tiende a prevalecer poco a poco. Bo Rap (A night at the opera, 1975) expresa el grito del hombre que ante la evidencia de su propia nada descubre toda su incapacidad para salvarse a sí mismo. Si quien nos ha dado la vida (representado aquí por la madre) no nos puede salvar, ¿quién nos salvará entonces? Estamos condenados a quedar aturdidos por el sinsentido histérico de una existencia sin perdón y por tanto sin meta. Porque delante de la experiencia inevitable del propio límite y la propia mezquindad, solo el perdón puede reactivar la esperanza de una positividad para la existencia. Entonces, el corazón no puede dejar de gritar: dejadme ir a mi destino de bien, en una extenuante lucha sin aliento contra los demonios de la nada, que querrían arrastrarnos a un abismo de sinsentido. Hasta que, agotado, se rinde. Y no puede ser de otra manera, si el propio destino no toma la iniciativa con nosotros. Pocos artistas modernos han conseguido mantener hasta el final, sin reducirlo, el carácter trágico de este grito desesperado.
Bohemian Rhapsody se publicó en 1975, cuando aún no se conocía el terrible mal de finales del siglo XX. John Reid, manager de Queen aquellos años, se queda de piedra cuando el grupo le presenta el tema que han elegido como nuevo single, casi seis minutos de música semi-operística. Reid les explica que no es posible publicar a 45rpm una canción tan larga, pero los cuatro se mantienen inamovibles, sobre todo Mercury, y rechazan la propuesta de acortarla. Taylor era amigo de un dj y, a título personal, le pasó una copia promocional del vinilo, pidiéndole expresamente que no lo retransmitiera. Everett, obviamente, no resistió la tentación de proponérselo a sus oyentes, que hicieron saltar por los aires literalmente sus líneas telefónicas. Bohemian Rhapsody sale el 31 de octubre y supone una sacudida para el mundo musical inglés. La prensa se divide, pero en general se muestra de acuerdo a la hora de afirmar que la canción es demasiado larga y nunca llegará a ser un hit. Pero no eran de esta opinión las emisoras de radio inglesas, que ponían continuamente el tema. Con el tiempo, las encuestas del Reino Unidos confirmarán sucesivamente a Bo Rap como la más bella canción de todos los tiempos.
La nostalgia por esa pureza original que ya se daba por perdida e irrecuperable vuelve una y otra vez, como por ejemplo al final de su vida, cuando Freddie escribe These are the days of our lives (Innuendo, 1991). Sin embargo, no llega a dominar en él la resignación al hecho de que no pueda existir respuesta para su grito. Hace de todo para vivir negando aquella promesa (en Save me la llama mentira), pero justo cuando la circunstancia inevitable de su mísera existencia parecería demostrarle que todo es un engaño, vuelve a aflorar esa esperanza ligada a la promesa del inicio. “A veces siento que vuelvo a los viejos tiempos, hace mucho, cuando éramos niños, cuando éramos jóvenes, todo parecía perfecto, ¿sabes? A veces parece que luego, no lo sé, el resto de mi vida ha sido solo un espectáculo. Aquellos eran los días de nuestra vida, eran pocas las cosas malas. Aquellos días ahora se han ido, pero una cosa es cierta: cuando te miro y te encuentro, te sigo amando”.
Probablemente Freddie quiso acercarse a la figura de Cristo en su infancia, en su época de estudiante en Bombay, en la India, en la St. Peter’s Boys School y luego en la St. Mary School, dos colegios británicos. Parece fascinado, por lo que se deduce de algunos de sus textos (“Tú dices Señor, yo digo Cristo”, Bicycle race), pero nunca tuvo un verdadero encuentro con la experiencia cristiana. Se siente rechazado, como un hijo que ama a su padre pero no se ve reconocido ni acogido. Percibe toda su insuficiencia con un sentimiento de desolación por no sentirse a la altura de esa promesa de amor que él desea. En ciertos momentos le cuesta aceptar su propio aspecto, no quería arreglarse los dientes porque estaba convencido de que eso haría que se resintiera su voz, lo único que tenía para servir a la Belleza. Además, empieza a notar el cansancio y la sombra del ocaso, incluso desde el punto de vista musical. Pero no deja de buscarla, por aquel signo que nunca en su vida llegará a cumplirse: el verdadero Amor en el que reposar. “He pasado toda mi vida creyendo en ti, pero no logro alivio alguno, Señor. Alguien, alguien, ¿alguien puede encontrarme alguien a quien amar?” (Somebody to love, A day at the races, 1976).
En 1986 Freddie tiene las primeras sospechas de haber contraído el virus del VIH. Al año siguiente lo confirma y poco después se entera de que está enfermo de Sida. Sus últimas canciones no solo reflejan la inminencia del fin, sino también la oscuridad del abismo del rechazo del mundo. Ahora nos cuesta recordar qué significaba el Sida en aquellos años: el anuncio de una condena a muerte, la marginación y el juicio del mundo. Pero sorprende cómo, mientras el filo se hunde en él profundamente y desaparecen toda su arrogancia y las ganas de bromear (disfrazado de gobernador en The show must go on, su rostro tiene una expresión muy diferente a la del video de I want to break free de siete años antes), en cambio no decae esa última esperanza que la crítica nunca supo explicarse.
En el último álbum de Queen se hace evidente la diferencia entre The show must go on, escrita por el guitarrista Brian May, tratando de identificarse con él, aunque probablemente también describe lo que se agita en su propio corazón ante la situación de su amigo, e Innuendo, de Mercury: “Si hay un Dios o alguna clase de justicia bajo este cielo, si existe una meta, una razón para vivir o morir, si hay respuesta a las preguntas que tenemos desde que nacemos, muéstrate, destruye nuestros miedos, quítate la máscara. Seguiremos intentando seguir esa delgada línea. Seguiremos sonriendo, sí. Y sea lo que sea lo que pase, lo seguiremos intentando hasta el final de los tiempos”. Su interpretación de The show must go on es una bofetada a ese mundo que le alzó y le destruyó: fuera máscaras, ¿qué estamos haciendo en este mundo? Aunque May no llega a ese nivel existencial de pregunta y su respuesta es muy débil (“Supongo que estoy aprendiendo, ahora debo ser más amable”), desde las primeras imágenes del video se comprende que Freddie está anunciando que todo lo que ha mostrado de sí mismo como escándalo y transgresión es solo una máscara. La verdad no se ve fácilmente, ¡debajo hay otra cosa!
Ante el aparente fracaso de todo –no ha encontrado esa excepcionalidad que persiguió toda su vida en los excesos y en la ausencia de reglas–, se rinde ante su propia incapacidad para darse ese bien tan deseado que le hace sentir atrapado. Pero esta resignación desemboca en una última súplica, donde hasta la melodía colabora a formular esta imploración extrema (In my defense, 1986): “¿Cómo puedo hacer? ¿Vivimos o morimos? ¡Oh, Dios, ayúdame! Por favor, ayúdame”.
Dos días ante de su muerte, convocó a su portavoz y anunció al público: “Deseo confirmar que he dado positivo en las pruebas del VIH y he contraído el Sida. He considerado oportuno mantener esta información reservada hasta este momento con el fin de proteger la privacidad de los que me rodean. Sin embargo, ha llegado el momento de que mis amigos y mis fans de todo el mundo conozcan la verdad y espero que todos se unan a mí, a los médicos que me tratan y a todos lo que luchan en el mundo contra esta terrible enfermedad”. El 24 de noviembre de 1991, poco más de 24 horas después de su comunicado, Mercury muere, a los 45 años.
Hay quien dice que en los últimos meses de su vida se vio atraído por la fe cristiana y que tal vez llegó a convertirse. Es una cuestión que nunca llegaremos a saber, el único que podría resolver nuestra duda no puede respondernos. Pero ya muchas de las huellas del primer álbum, Queen, escritas por Freddie Mercury, hacían referencia a la figura de Jesús, por ejemplo al diálogo con el ladrón en la cruz. Al término de este viaje, vuelvo al principio, con una canción de aquel primer álbum dedicada a Él. No tuvo mucho éxito, pero el experimento musical es relevante. A Mercury le encantaba combinar el rock duro con textos conmovedores, o viceversa, música melódica con descripciones trágicas. Era su estilo. No puedo evitar pensar que aunque nunca tuvo la ocasión de conocerle en vida, sí Lo vio pasar de lejos. Perdió la ocasión, dudó y no Lo siguió, pero aquella visión dejó en él la cicatriz de una espera que nunca se borró.
“Y entonces Lo vi entre la multitud, un montón de gente se reunió en torno a Él. Los mendigos gritaban, los leprosos Le llamaban, el anciano callaba. Él solo miraba alrededor. Todos bajaban a ver al Señor Jesús. Todos bajaban. Entonces cayó un hombre ante Sus pies. Soy impuro, dijo el leproso y sonó la campanilla. Sintió la palma de una mano tocando su cabeza. Vete, ahora eres un hombre nuevo. Todos bajaban a ver al Señor Jesús. Todo empezó con los tres magos que siguieron una estrella que les llevó a Belén e hicieron saber a toda la tierra que había nacido el rey de los hombres. Todos bajaban a ver al Señor Jesús. Todos bajaban” (Jesus, Queen, 1973).