Cardenal Angelo Scola, Arzobispo de Milán.
Una invitación decidida
Puede parecer paradójico, pero para hablar de la ecología, el Papa, con esta encíclica, nos llama a la conversión, es decir, nos llama a reconocer quiénes somos verdaderamente para que comprendamos de forma adecuada las circunstancias históricas en que la Providencia nos sitúa y se abra un camino para nuestra libertad personal y el bien de la vida en común. No acoger la llamada a la conversión presente en esta encíclica supondrá inexorablemente eludir su recepción.
¿Cuál es entonces esa verdad de nosotros mismos que estamos llamados a reconocer para poder cuidar verdaderamente la casa común? El hombre es plenamente él mismo solo cuando está en relación: consigo mismo, con los demás, con todo lo creado y con Dios.
Siguiendo la estela de lo propuesto hasta ahora por sus predecesores –no en vano Francisco empieza retomando el magisterio de san Juan XXIII, del beato Pablo VI, de san Juan Pablo II y de Benedicto XVI (las referencias a estos dos últimos pontífices son muy numerosas a lo largo de todo el texto)– el Papa ha querido ofrecernos un acto de magisterio social (n. 15), expresión de la sabiduría de la fe cristiana, acerca de lo que repetidamente define como ecología integral. Este magisterio del Papa no solo se dirige a los cristianos, sino «a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral, pues sabemos que las cosas pueden cambiar» (n. 13).
Conversión a una ecología integral: así podríamos expresar sintéticamente la enseñanza pontificia de la encíclica Laudato si’.
Una mirada al presente
El sumario completo y objetivo incluido en el primer capítulo –“Lo que le está pasando a nuestra casa” (nn. 17-62)– hace evidente para todos la necesidad de un cambio. La contaminación y el cambio climático, la cuestión del agua, el deterioro de la calidad de la vida humana y la degradación social, la desigualdad planetaria, la debilidad de las relaciones… Discurriendo por cada uno de estos temas, el Papa propone un enfoque integral, capaz de ver tanto el nexo objetivo entre degradación ambiental, pobreza, cultura del descarte y predominio de la tecnocracia, como la responsabilidad de las próximas generaciones. Una mirada integral precisamente porque la cuestión ambiental afecta al hombre y a la sociedad, al espacio y al tiempo. De hecho, «un verdadero planteamiento ecológico se convierte siempre en un planteamiento social, que debe integrar la justicia en las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres» (n. 49). La descripción del Papa no oculta que «sobre muchas cuestiones concretas la Iglesia no tiene por qué proponer una palabra definitiva» y, al mismo tiempo, afirma de viva voz que si, por una parte, «hay un gran deterioro de nuestra casa común», por otra «siempre hay una salida, siempre podemos reorientar el rumbo» (n. 61).
El Evangelio de la creación
A la hora de favorecer este cambio de ruta nos impulsará el anuncio del “Evangelio de la creación” (nn. 62-100). A todos los que acusan a la fe cristiana de favorecer una actitud depredadora de lo creado, el Papa responde con extrema claridad que precisamente la incomprensión de la fe bíblica en el Dios creador es lo que ha conducido a un antropocentrismo exasperado. De hecho, la fe nos hace reconocer que «no somos Dios. La tierra nos precede y nos ha sido dada» (n. 67). Al mismo tiempo, la revelación nos ha permitido desmitificar la naturaleza y reconocer tanto el valor de toda criatura (sin ceder a biocentrismos indebidos, cf. n. 118), como la novedad específica del ser humano (n. 81). La fe, que desde Dios creador nos conduce hasta la “recapitulación” final de todos y de todo en Jesucristo Resucitado (cf. 99-100), abre nuestra mirada a reconocer la comunión universal con todos los seres humanos y con todo lo creado. Y encuentra su expresión paradigmática en el destino común y universal de todos los bienes.
Una crítica necesaria
¿Cuál es la “Raíz humana de la crisis ecológica” (nn. 100-136)? El tercer capítulo de la encíclica entra con decisión en lo que podemos llamar “el desafío antropológico” de nuestro tiempo. Se trata de superar el paradigma tecnocrácito, hoy dominante tanto en política como en economía. Obviamente, no se trata de una crítica al progreso tecnológico: «El problema fundamental es otro más profundo todavía: el modo como la humanidad de hecho ha asumido la tecnología y su desarrollo junto con un paradigma homogéneo y unidimensional» (n. 106). Un paradigma que, precisamente, no es integral. O, en otras palabras, un paradigma que tiende a reducir todo lo que no sea el yo individual a objeto sometido al propio dominio. De este modo se propaga un reduccionismo individualista y un relativismo práctico, incapaces de una mirada integral a la realidad, que llevan a «perder el sentido de la totalidad, de las relaciones que existen entre las cosas, del horizonte amplio, que se vuelve irrelevante» (n. 110). Por eso el Papa Francisco, en clara continuidad con la insistencia de Benedicto XVI sobre la necesidad de ampliar la razón, invita a «volver a ampliar la mirada» (n. 112). El carácter esencial de las relaciones y el primado del trabajo son dos factores fundamentales para favorecer la reformulación del paradigma tecnocrático en clave de ecología integral.
La propuesta: una ecología integral
El capítulo cuarto –“Una ecología integral” (nn. 137-162)– explicita en positivo la amplitud de la enseñanza pontificia. A partir del reconocimiento de las relaciones constitutivas de la vida humana –con uno mismo, con los demás, con lo creado y con Dios– es posible afirmar con claridad que «no hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental» (n. 139). Tal mirada unitaria hace presente «la necesidad imperiosa del humanismo» (n. 141). Solo esta visión humanista permite una ecología integral capaz de mantener unidas las cuestiones ambientales y las socio-económicas, las políticas y las expresiones culturales, las dimensiones “macro” y las “micro” de la convivencia social. Y todo ello en la óptica del bien común que hoy «se convierte inmediatamente, como lógica e ineludible consecuencia, en un llamado a la solidaridad y en una opción preferencial por los más pobres» (n. 158) – e «incorpora también a las generaciones futuras» (n. 159).
Un camino para todos
Como siempre en el magisterio social de la Iglesia, dirigido a todos los hombres de buena voluntad, el Papa en el quinto capítulo sugiere “Algunas líneas de orientación y acción” (nn. 163-201). Se trata de «delinear grandes caminos de diálogo» (n. 163) y de hacerlo –el Papa no se cansa de repetirlo– de manera integral: en el ámbito internacional, nacional y local –con realismo se identifica el ámbito local como la instancia que puede marcar la diferencia–, y en el ámbito de los procesos de toma de decisiones que deben ser transparentes y fruto del diálogo de todos los sujetos implicados… Caminos de diálogo que están llamados a transformar la política y la economía (n. 189). A este respecto resulta decisiva la insistencia del Papa sobre la necesidad de «evitar una concepción mágica del mercado» (n. 190). De hecho, el mercado, las finanzas, la economía no son “hechos de naturaleza”, sino “de cultura” y, en cuanto tales, ámbitos de libertad y responsabilidad, es decir, ámbitos éticos. Todo esto debe llevar, además, a «redefinir el progreso» (n. 194).
La necesidad de la educación
“Educación y espiritualidad ecológica” (nn. 202-246) es el título del último capítulo. Como buen pedagogo, el Papa es bien consciente, en primer lugar, del hecho de que «no hay sistemas que anulen por completo la apertura al bien, a la verdad y a la belleza, ni la capacidad de reacción que Dios sigue alentando desde lo profundo de los corazones humanos» (n. 205). Además, él sabe que «la existencia de leyes y normas no es suficiente a largo plazo para limitar los malos comportamientos» (n. 211). De hecho, hablar de conversión a una ecología integral pone sobre el tapete la libertad y la responsabilidad de cada uno (ámbito personal) y de todos juntos (ámbito comunitario y social). La conversión a una ecología integral «rompiendo la conciencia aislada y la autorreferencialidad» requiere, por tanto, un cambio en los estilos de vida (n. 208). Requiere, además, que los ámbitos educativos fundamentales –familia y comunidad cristiana in primis– favorezcan nuevos hábitos y sólidas virtudes, basadas en la gratuidad y la gratitud, la conciencia amorosa de no estar separados de las demás criaturas, la creatividad responsable, la sobriedad y la humildad (nn. 220-224). A todo esto, nosotros los cristianos somos educados en la vida cotidiana de la Iglesia cuyo ritmo marcan las celebraciones sacramentales y, de forma totalmente particular, la Eucaristía dominical (nn. 233-237).
Todo está conectado
La enseñanza del Papa Francisco en esta segunda encíclica –que constituye un valioso instrumento para reflexionar también sobre los temas de la Exposición Universal 2015 de Milán– ilumina la necesidad, a la hora de anunciar el Evangelio en nuestro tiempo, de mostrar todas las implicaciones antropológicas, sociales y cosmológicas de los misterios cristianos. De hecho, el Papa, proponiendo una conversión a una ecología integral, invita a asumir «en la propia existencia ese dinamismo trinitario que Dios ha impreso en ella desde su creación. Todo está conectado, y eso nos invita a madurar una espiritualidad de la solidaridad global que brota del misterio de la Trinidad» (n. 240).
Ver también: El cuco es el hombre, no el clima