Ana Novella es una artista plástica, escultora y pintora, con más de 20 años de experiencia, residente en la ciudad de Barcelona centro, España. Trabaja en un taller de arte espectacular, que siempre los amantes de arte son bienvenidos a visitar.
Trabaja para galerías y obras de arte personalizados de la comisión pública y privada, realizando murales, portrais, pinturas de media y gran dimensión, sculptur, proyectos artísticos, etc.
La mirada sobre ella de Ángel Alonso
Los ojos del espectador recorren sus cuadros con la misma curiosidad que nos generan los de El Bosco. La mirada enlaza las diferentes escenas buscando un sentido y descubre que, por contemporánea que sea la figuración y el tratamiento pictórico en el que se deleita, en realidad está frente a una manera muy antigua de afrontar la creación artística: La del juglar que contaba leyendas. Solo que a diferencia de Homero se trata de relatos abiertos, fabulaciones que demandan una actitud creativa también a la hora de recepcionarlos.
Las pinturas de Ana Novella poseen el espíritu de un Chagall si atendemos a su aspecto narrativo, literario, poético… pues cada cuadro parece contener una o varias historias diferentes, de ahí su aspecto ilustrativo, pero su figuración es más cercana al dibujo infantil y al graffiti al mismo tiempo. Una torre que crece hasta alcanzar un árbol repleto de conejos y peces, unas enormes manos que se aferran a un corazón, una pareja que dialoga o un jinete que recuerda al príncipe de los cuentos infantiles, conforman un rico e imaginario mundo, apto solamente para quienes se atrevan a desarmarse de la escafandra del raciocinio y entrar en él para recuperar la ingenuidad perdida.
La representación zoomórfica abunda en su obra, no solo como un acercamiento a la naturaleza sino también por la dimensión semántica que poseen, específicamente, ciertos animales en nuestro imaginario simbólico. El pez o el pájaro resultan contenedores de significados bastante precisos, similares para cualquier espectador, pues han sido portadores de análogas historias desde las escrituras bíblicas hasta los cuentos infantiles, desde los mitos griegos hasta las fábulas de Esopo. Un caballo, por ejemplo, es para todos nosotros, por diferentes que seamos, un agente representativo de conceptos como masculinidad, gallardía, bondad, valentía…
En los cuadros de Ana puede observarse el aspecto más importante que define a un artista: poseer una voz propia. La armonía del color se distingue por el uso del blanco, este interviene mesurando los colores, creando una gama sinfónica donde abundan las mezclas. Las imágenes se edifican constituidas por la línea y el color al mismo tiempo, pues si a veces una zona de la figura se delimita por el contraste entre dos planos, en otras áreas de la misma se define por un trazo, a veces más sutil, en otras ocasiones bien marcado.
Este recurso la hace transitar entre los infinitos campos de la pintura y el dibujo, cruzar sus ambiguas fronteras, tiempos atrás concebidas como estrictas murallas divisorias y aniquiladas posteriormente por las vanguardias del pasado siglo, pero que ella enfatiza de un modo muy personal, permitiendo al espectador regocijarse en completar mentalmente formas sugeridas. Representaciones esbozadas, sin una terminación precisa, permiten el desarrollo de nuestra fantasía y favorecen la fruición estética al contemplar sus imágenes.
La estructura de los personajes es blanda, expresando una ternura que en otros tiempos (ya no) se hubiera podido definir como femenina sin que nadie se molestase. Son pinturas barrocas, de muchos elementos bien hilvanados, distribuidos en el espacio con una apariencia aleatoria que permite crear historias en nuestra mente y no se agotan en la primera mirada.
El detenimiento que demandan sus cuadros es similar al del arte más antiguo; como ante un papiro egipcio vamos peinando la superficie en busca de un sentido, como ante las imágenes de las cuevas de Altamira o Lascaux queremos entender qué está ocurriendo a nivel representacional, solo que esta historia no es aristotélica, no tiene un principio y un final y ahí es donde entra el elemento surrealista, el automatismo que tanto defendía Bretón. Los elementos están dados por la artista pero la historia le corresponde armarla al espectador. Es el receptor quien combina los dados, quien dependiendo de su propia experiencia ajustará las piezas de un puzzle, de un rompecabezas no matemático, no estricto, sino de infinitas posibilidades cuyas fracciones, por flexibles, por no tener aristas exactas, encajarán armónicamente.
Ana parece contar con todos estos códigos para edificar sus historias, sus cuadros oníricos y misteriosos. Por supuesto, actúa desde la intuición, no desde la razón, que también está presente, como piloto automático para poner las cosas en su lugar, para ordenar los trazos solo en apariencia descuidados, para organizar la espontaneidad al ojo consumidor de placer, y a la mente, o más bien a aquella parte de la mente que habla poco y que tan bien se conecta con el corazón.
Ángel Alonso
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