Un relato histórico más que oportuno
“Tenemos que revalorizarlos y poner a estos hombres en los monumentos, bajando a varios.”
Era una fría y neblinosa madrugada de 1951.
El pobre viejito se había gastado en remedios (cuando no, en este país) todo el poco dinero que le quedaba y era el único habitante que permanecía en esa destartalada pensión de (muy) mala muerte ubicada en la entonces calle 9 de Julio, en la esquina con Paraguay. Justo en medio de esa intersección estaba el miserable establecimiento, ya que por entonces, la actual Avenida 9 de Julio era una simple calle, todavía de una sola mano, orientada hacia Plaza Constitución.

Al viejito le habían avisado que la iban a demoler, que se fuera, pero… ¿adónde iba a ir?
Débil, enfermo, sin dinero, la familia hacía rato lo había abandonado y los amigos se habían ido muriendo también.
Su ya desgastada colcha, su fiel compañera durante las largas noches de Invierno pasadas en casi todas las plazas y húmedos baldíos de la Ciudad de Buenos Aires, estaba firme junto a él, al igual que el atadito de diarios que usaba como almohada quien sabe desde cuanto tiempo atrás (¿meses? ¿años?). No, hacía falta más.
Y era así: la terrible maquinaria del futuro, las temibles topadoras del todopoderoso e incorruptible Intendente Juan Debenedetti que preanunciaban el Progreso (continuando la obra comenzada en 1936 por el intendente Juan de Vedia y Mitre de construir la avenida más ancha del mundo), se encontraban a solo 20 metros de la pensión, una casucha tan simple de aplastar, como si fuera una hormiga.
Al operario se le ocurre milagrosamente chequear el interior del edificio y ve que adentro estaba acostado un pobre viejo, tiritando de frío, tapado con una vieja colcha. Se acerca y le pide que salga porque van a demoler todo. El viejo se niega. El operario le dice que lo van a reubicar. El viejo se niega. El operario le pide el nombre y el viejo, de mala gana (o entregado a su suerte), se lo da.
El operario, al escucharlo, sale corriendo y le avisa a su capataz.
El capataz, corriendo también, entra a las oficinas del Intendente de la Ciudad de Buenos Ares y le dice que todavía hay un viejo enfermo, que no quiere o no puede irse, con lo que no se puede avanzar con el ensanche y apertura de la Avenida 9 de Julio.
El Intendente Debenedetti, conocido por sus malos modales y sus muy pocas pulgas, le dice a su capataz: «me agarrás a seis morochos y no volvés hasta que a ese viejo de mierda lo hayas sacado de ahí, a patadas en el culo si es necesario, pero me lo sacás y demolés todo ya, sino andate derechito a tu casa».
El capataz, temblando, se acerca al Intendente y le susurra al oído: «Me dijo que se llama Elpidio González».

Por primera vez en su vida Debenedetti se puso blanco como una hoja de papel, sus manos temblaban y sus labios también lo hacían aunque con menor intensidad. Cuando al fin pudo emitir sonido, con sus ojos desbordando lágrimas, ordenó:
«Terminen de demoler todo lo demás, hasta el fondo. Perforen, corten, quiebren y desmonten todo lo necesario. Pero a esa pensión le pasan por los costados, ni se les ocurra tocarla y mucho menos molestar al Señor González, salvo que quieran que los cague a patadas».
Debenedetti se dio perfecta cuenta que esa pensión era intocable para él o para cualquiera, por más que los hubiera amenazado con el despido: es que el «Bien amado» estaba allí.
Hoy en épocas de ‘Bodous calcográficos’ o con D’Elias con ‘honestas’ jubilaciones docentes de $78.000, esta historia reviste una importancia enorme.
Les comento que cuando se visita el Cementerio de la Recoleta y se llega por el camino hasta el fondo, uno se encuentra con el Monumento a los Caídos en la Revolución del ’90 (o Panteón Radical). En el frente se observan placas en las que se pueden leer ilustres nombres de quienes se encuentran allí (Leandro Além, Hipólito Yrigoyen, Arturo Humberto Illía entre otros). Y mezclado entre todos estos hay una en la que se lee «Elpidio González».
Es raro, porque «no suena». ¿Quién fue? ¿Por qué está junto a esos próceres del radicalismo? Bueno, es el único político preferido de muchos….. Pero ¿quién fué?
Elpidio González fue, entre otros cargos ejecutivos, vicepresidente de la Nación Argentina, durante el gobierno de Marcelo Torcuato de Alvear. Está catalogado como uno de los sólo tres o cuatro más importantes que tuvo nuestro País. Abogado brillante, dos veces diputado, una por la Capital y otra por Córdoba, Ministro del Interior, Ministro de Guerra (Defensa), Jefe de Policía y, como se dijo, vicepresidente de la Nación.
Lo primero que hizo cuando asumió la vicepresidencia fue renunciar a todos sus sueldos del Estado, porque consideraba que si el Pueblo lo había puesto en esa responsabilidad era incorrecto percibir honorarios, le bastaba con el honor de haber sido electo.
Más aún, consideraba que el trabajo en el Estado era una carga pública, que un trabajo bien hecho en ese ámbito otorgaba prestigio, y que eso era suficiente pago por los servicios a la Nación. Desde su punto de vista moral y ético consideraba que la Nación lo había formado como hombre y como profesional en forma gratuita y que ésta era la forma de devolver algo de todo lo que recibió.
Su horario de trabajo «formal» era de 7 a 18 horas, por eso extrañó el pedido que le hiciera al Presidente Alvear sobre que lo eximiera de las últimas dos horas de trabajo ministerial, para así poder salir a las 16 horas. ¿Vagancia? ¿Avivada criolla? ¿Un pequeño acto de corrupción? Nada de eso.
Al mes, uno de los ministros de Alvear. le cuenta al Presidente que mientras caminaba hacia el Palacio de Tribunales para ver el estado de las obras, se cruza en Plaza Lavalle con Elpidio… que estaba sentado en un banquito vendiendo Anilinas Colibrí y ¡¡¡pomada para los zapatos!!! Como este ministro no pudo creer lo que vio, pasó dos días seguidos más, y ahí seguía estando don Elpidio vendiendo sus productos, que a las 6 de la tarde, guardaba en un maletín y ¡¡¡los iba vendiendo puerta por puerta hasta llegar a su domicilio.
El vicepresidente de la Nación Argentina vendía anilinas y pomadas porque ¡consideraba un deshonor cobrar sueldos del erario público! Y fue así como mantuvo a su familia, con esos ingresos.
Elpidio González se retira de la política casi apenas finaliza el mandato de Alvear. Consideraba que no podía ocupar cargos con el presidente Yrigoyen porque como «El Peludo» era su amigo, la «Honra de un funcionario de la Nación debe estar por encima de las eventuales sospechas de amistad con sus superiores».
En el año ’46 un Diputado lo encuentra, ya muy demacrado y con una larga barba blanca producto de la escasez de acero debido a la 2da Guerra Mundial (no había maquinitas de afeitar), vendiendo sus anilinas y pomadas en la puerta del subterráneo.
El diputado, con los ojos empañados de lágrimas, se dirige a su bancada, presenta el proyecto de jubilación y apenas se aprueba, se determina que el primer beneficiario sería don Elpidio González. Un grupo de catorce caracterizados funcionarios, muy contentos y emocionados, van a buscar a Elpidio para informarle la buena noticia.
Una vez que lo hacen… Elpidio se levantó furioso y los persiguió desde Tribunales hasta la puerta del Congreso blandiendo su bastón al aire al grito de «¡¡Degenerados, corruptos, babiecas!!…mientras yo tenga dos manos para trabajar, el Estado no tiene porqué mantenerme a mí, habiendo tanta necesidad en el País». Y estuvo tres horas más golpeando con su bastón, furioso, la puerta de la Cámara de Diputados, retando a duelo a todos los que habían votado que le otorgaran la jubilación a él.
El Pueblo lo amó, pero nunca más quiso presentarse a ningún cargo público. Interpretaba que la ciudadanía, con el mandato de servicio y la responsabilidad que otorga el voto popular, no debía incubar ninguna sospecha en las personas que son honradas.
En su místico testamento pidió “(…) la limosna del hábito franciscano como mortaja y la plegaria de todos mis hermanos en perdón de mis pecados y en sufragio de mi alma”.
Como se dijo un poco más arriba, hubo un vicepresidente argentino llamado Amado Boudou y hubo otro vicepresidente argentino llamado Elpidio González. A este último, el Pueblo todo (sin banderías políticas), lo había bautizado como el «Bien amado».
Cada uno puede elegir a su preferido……. Yo ya hice mi elección. Ahora te toca a vos.
Patricio Pedro Barret
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