¿A Oriente Medio llegará antes la reforma teológica o la política? ¿Importa más el paradigma de la modernización autoritaria o el cambio social desde abajo? ¿Los movimientos islamistas se pueden integrar plenamente en el juego democrático? La primera vez que oí estas preguntas estaba empezando a estudiar árabe, hace veinte años, y las sigo escuchando, tal cual. Pero hay un fenómeno que podría transformarlas hasta el punto de hacerlas obsoletas, al menos en su formulación actual. Ese fenómeno se llama crisis ecológica.
Por Martino Diez, de www.paginasdigital.es
La crisis ecológica es un concepto más amplio que el fenómeno del calentamiento global que hoy ocupa los puestos de honor en los informativos. Designa la destrucción del ambiente natural a causa de la explotación excesiva, mala gestión, comportamientos irresponsables, guerras y conflictos. Reducción de los recursos hídricos, desertificación, construcción salvaje, incapacidad para eliminar residuos, son algunas de las formas más habituales de presentarse.
El calentamiento global es un aspecto de la crisis ecológica. Es un hecho observado con certeza científica. Engloba un componente natural ligado a las oscilaciones climáticas y otro debido a la actividad humana, que parece haberse hecho predominante. Lo que todavía parece complicado es avanzar previsiones sobre sus efectos a largo plazo. ¿Cuánto crecerá la temperatura global y qué consecuencias tendrá? ¿Cuánto se elevarán los mares? Separar el calentamiento global de la crisis ecológica en que se inserta implica el riesgo de producir paradójicamente efectos distorsionadores, por ejemplo concentrando todos los recursos –necesariamente finitos– en la modernización del aparato industrial de las economías avanzadas y olvidándose de los demás problemas, típicos de los países más atrasados.
Pues bien, la primera tesis que quisiera avanzar es muy sencilla. Aunque el calentamiento global se frenara de repente desmintiendo todos los modelos de previsión, Oriente Medio ya está al borde del colapso ecológico, lo que implica graves consecuencias en las sociedades europeas.
Personalmente, empecé a tomar conciencia del alcance de este fenómeno en 2008, durante un verano en Damasco. Ya había estado en Siria en 1999, pero en una breve visita invernal. En cambio, aquella vez me quedé más de un mes para trabajar sobre un texto del pensador literato Al-Maʿarri (973-1057). Llevaba en mi cabeza las palabras del viajero medieval Ibn Jubayr (1145-1217): “Sí, Damasco es el paraíso oriental, la fuente de su espléndida luz. Los jardines la rodean como el halo que rodea la luna, como pétalos en torno a una flor. Hacia Oriente se extiende, hasta que se pierde la vista, el verdor de Guta y allí donde se mire queda uno imantado por el esplendor de sus frutos maduros. Oh, sí, conozco muy bien la verdad de lo que de ella se decía: ‘Si el paraíso está aquí en la tierra, sin duda se encuentra en Damasco, pero si no puede estar más que en el cielo, en belleza Damasco lo desafía desde aquí abajo’”.
Pero lo que encontré fue bien distinto. Un río, el Barada, del que Naamán el sirio decía que eran las “mejores de todas las aguas de Israel”, reducido a un riachuelo maloliente, un oasis completamente tragado por el cemento y constantes problemas de provisión hídrica. No es difícil imaginar que ocho años de guerra habrán agravado aún más la emergencia.
Quedaban en Damasco los monumentos, sobre todo los mosaicos de la mezquita omeya, pero descontextualizados del paisaje en que fueron concebidos. La misma dolorosa sensación que tuve en Isfahán. En pleno invierno, el río Zayandeh estaba casi totalmente seco. Solo un resto de agua permanecía inmóvil a la altura del puente Khaju. Flores, plantas, jardines decoraban la mayólica de las mezquitas, pero como un universo manierista, su referente natural había desaparecido. Solo quedaba el simulacro simbólico.
Estas dos experiencias traumáticas me llevaron a unir los muchos puntos de un dibujo único. Volví a ver las pendientes del Líbano cada vez más urbanizadas, un Jordán inexistente a la altura del lugar del Bautismo de Jesús en Jordania, el Mar Muerto dividido en dos, los pozos secos en Palmira, las palmas de Erbil que durante el verano se cubren con sombrillas para que resistan al resplandor del sol y la sequía siria, una de las causas de las revueltas de 2011, la crisis de los residuos en Beirut, alimentada por el flujo de refugiados, los incendios en los campos de Túnez y, más allá de Oriente Medio, el lago Chad que desde 1963 hasta hoy ha perdido tres cuartas partes de su superficie… Cuando hace un año volví a El Cairo, digamos que recibí el golpe de gracia. Mi meta era el monasterio de San Antonio en el Mar Rojo, adonde había ido 17 años antes a bordo de una furgoneta de conducción bastante deportiva. Ahora las calles estaban mejor –a la entrada de la autopista había un peaje imponente de estilo faraónico– y yo también iba mejor preparado, después de leer la prensa, para las nuevas ciudades-satélite que se pierden en el horizonte de El Cairo hacia Suez. Pero superaron mi imaginación los 70 kilómetros de costa desde Ain Sujna hasta Zafarana que, de ser un desierto, se habían convertido en una hilera ininterrumpida de villas: casas adosadas construidas para la burguesía de El Cairo en busca de un (ilusorio) refugio del calor estival. La mayoría de las villas estaban incompletas y muchas nunca llegaron a venderse porque el proyecto estaba sobredimensionado. El desastre ambiental era total.
Por si mis impresiones sonaran un tanto extemporáneas, aunque de primera mano, hay casos que se han estudiado a fondo. Peter Harling, fundador de Synaps Network, dedicó por ejemplo un amplio reportaje a la crisis hídrica en Iraq, cuyo símbolo es Basora, la ciudad de más de dos millones de habitantes situada cerca de la confluencia entre el Tigris y el Éufrates. Lo que fue el puerto de Simbad en marino hoy es un infierno donde las temperaturas en los meses de verano rozan los 50 grados (el record está en 53,9 en 2016). En esta situación, poder disponer de agua potable resulta vital, pero –según un experto iraquí en contaminación de aguas– “en Basora ya no hay ríos, sino fosas biológicas en movimiento”. El gobierno echa la culpa de la crisis a su vecino Irán que, afectado por la sequía, ha bloqueado los afluentes del Tigris. Sin embargo, según Harling, la mayor responsabilidad es local. “Diariamente, el iraquí medio consume 392 litros de agua solo para uso doméstico, casi el doble de la media internacional, situada en 200. Según un funcionario de Unicef en Bagdad, esta cantidad exorbitante cuesta a los residentes la ridícula cifra de 1,4 dólares al año, con la hipótesis, poco común, de que paguen las facturas”. Solo 14 de los 252 centros urbanos iraquíes disponen de sistemas de alcantarillado, pero en esta situación “la clase dirigente solo se interesa por la búsqueda de un chivo expiatorio o por un pensamiento mágico” que se concreta, por ejemplo, en la propuesta de remolcar un iceberg del Polo Sur.
En el verano de 2018 estalló en Basora una epidemia de cólera que llegó a más de cien mil personas al hospital. Al mismo tiempo, Irán cortó el suministro de energía eléctrica por razones económicas y como forma de presión política. Así se llegó a la paradoja de dos millones de personas asentadas sobre uno de los mayores yacimientos de petróleo del mundo y presas de una epidemia de cólera, sin agua, sin electricidad y por tanto sin aire acondicionado, con una temperatura ambiente de 50 grados. Lo sorprendente no es que estallara una revuelta sino que fuera posible dominarla. Pensando en casos límite como este, se puede entender mejor lo dicho al principio. Para el habitante medio de Basora, categorías como nueva constitución iraquí, reforma del discurso religioso, etc. resultan totalmente irrelevantes. En realidad, no lo son porque la posibilidad de poner remedio al desastre depende también de la capacidad de invertir políticas erráticas y contrastar una corrupción rampante. Pero cuesta mantener la lucidez necesaria para darse cuenta.
No todos los estados de Oriente Medio experimentan crisis al mismo nivel que Iraq o Yemen, que ya antes de la guerra alcanzó el poco deseable puesto de primer país del mundo en quedarse sin agua. Pero allí donde las cosas van mejor, como en Marruecos, gran parte de los recursos se utilizan para la agricultura industrial, orientada a la exportación, como indican las protestas recientes en Zagora; y no necesariamente las nuevas maxi centrales solares resolverán todos los problemas ambientales.