Entonces, ¿todo resuelto? En absoluto. Más bien, todo vuelve a ponerse en juego. Porque así se plantea la pregunta más arriesgada sobre la felicidad: ¿existe algo o alguien que responda de verdad a esta búsqueda?
Un comentario de Constantino Esposito, de www.paginasdigital.es
¿Al final lograremos ser felices de verdad? Esa promesa muda que nos inquieta, y a veces nos roe, ¿se cumplirá? ¿O solo dejará tras de sí un lamento? Eso de la felicidad es como una intencionalidad profunda en cada uno de nuestros gestos, en cada uno de nuestros actos conscientes, en cada iniciativa. Es cierto, de vez en cuando queremos una cosa u otra, miramos determinados resultados, tratamos de resolver problemas concretos, pero esa espera de auto cumplimiento es el motor que da arranque y energía a nuestra humanidad.
Normalmente miramos esta espera con una especie de pudor o, como dijo Rilke en una ocasión, con “vergüenza, un poco como se calla una esperanza”. Todo el esfuerzo del pensamiento humano, al menos en esa parte del mundo donde se afirma la filosofía occidental, siempre ha mirado hacia esa realización impronunciable. ¿Cómo podría definirse la plenitud de la vida, es decir, una satisfacción que no sea solo un momento pasajero sino que dure para siempre? Es verdad, a nosotros los “nihilistas” nos sale casi por instinto el manejar estas palabras con gran cautela, mezclada con escepticismo, por lo grande que es su pretensión y por cuánto quema la desilusión que tantas veces hemos sentido. Por eso la felicidad se queda como al margen de nuestros programas, como una espera en el fondo irracional porque no se puede calcular. Muchas veces, cuando hemos intentado producirla nosotros, la felicidad se ha revelado en el fondo como un sueño irreal, acaso imposible.
Hay que decir que el problema de la felicidad ha sido el motor de gran parte de nuestra historia –personal y cultural– hasta codificarse incluso como un “derecho inalienable” en la Declaración de independencia americana en 1776: “el derecho a buscar la felicidad” (pursuit of Happiness).
Las grandes estrategias del mundo clásico, griego y latino brillan aún por su elevación, pero cuanto más brillan más se alejan como cuerpos celestes inalcanzables. ¿Cómo no pensar en el ideal aristotélico según el cual la felicidad perfecta consiste en la actividad contemplativa? Una actividad a la que solo los dioses y filósofos pueden llegar, porque en ellos alcanza su cumplimiento la naturaleza racional de la vida, esa que nos hace libres para ver el mundo desinteresadamente, en su necesidad y eternidad. Pero acude a la mente el contrapunto epicúreo, el de un estoico antiguo, según el cual el hombre solo puede ser feliz si consigue moderar sus necesidades y alcanzar la ausencia de turbación y afanes anímicos, “contento” –es decir satisfecho y delimitado a la vez– en su justa medida. En ambos casos los seres humanos están llamados a realizar la felicidad mediante el ejercicio de sus virtudes o gracias a una estrategia defensiva.
En el mundo pagano, la filosofía servía precisamente como una especie de “ejercicio espiritual”, según la afortunada fórmula de Pierre Hadot, o como una especie de “terapia del alma” (de la que tanto habló Giovanni Reale) para intentar llegar a la felicidad. Con la irrupción del acontecimiento de Cristo y con el desarrollo del pensamiento cristiano, la felicidad dejó de ser algo que se puede alcanzar mediante la filosofía u otras estrategias mentales, porque la gracia de Jesús no se reveló en primera instancia “a los sabios y entendidos” sino “a los pequeños” (Mateo 11, 25). Y estos pequeños no son solo los “ignorantes” sino aquellos que tienen la sencillez de la fe, es decir, de reconocer la venida de Aquel que puede hacer la vida feliz, también y sobre todo a los que no son capaces de lograrlo por sí mismos. ¿Pero hay alguien que sinceramente pueda decir que lo es?
De esta revolución de la felicidad, igual que Otro puede realizar en su propia vida, nace una idea fundamental para nuestra civilización, es decir, que la perfección no coincide ante todo con el resultado de nuestras capacidades sino con el acontecer o el don de algo que es mucho más de lo que podamos merecer. Intentad borrar de vuestra conciencia y de la narración de vuestra existencia esta idea de gratuidad y ni siquiera lograréis sostener la idea de poder ser felices. Con eso ya no podréis hacer soportable la idea misma de vivir.
En efecto, eso es lo que ha pasado en estos sistemas de pensamiento “modernos” que han querido interpretar la revolución cristiana de la felicidad en sentido puramente “ético”. Por ejemplo en la moral de Kant, que se propone como el heredero más maduro de la tradición cristiana porque reconoce, más allá de la esfera de los intereses sensibles y egoístas, un mundo ideal del espíritu y de la libertad. La cuestión es que esta libertad, para realizarse, solo tiene ante sí un camino: obedecer –como propio deber– al imperativo de la ley moral que la razón se impone autónomamente a sí misma. La ley ordena “a priori” seguir lo que es universal, es decir alcanzable para cualquier persona gracias a su propia razón, y no seguir el deseo individual de ser felices. La felicidad se convierte en el precio a pagar para ser hombres verdaderamente “morales”. Para ser virtuosos no se debe buscar la felicidad.
Esta enemistad entre el deber y la felicidad fue una de las chispas que hizo estallar el nihilismo contemporáneo. Nietzsche por ejemplo muestra, con su habitual y lúcida violencia interpretativa, que se trata de una falsa alternativa: el deber de las sociedades burguesas, pensado sin la felicidad, hace que esta última se reduzca a contentarse con lo que el orden social y los estándares culturales en auge decidan. Todo eso debe acabar, es “la hora del gran desprecio (…) la hora en que decís: “¡Qué importa mi felicidad! Es pobreza, inmundicia y compasivo descontento de uno mismo” (Así habló Zaratustra). Por tanto, para salvar la felicidad del mundo del cálculo burgués, hay que entenderla y perseguirla como el caos y el caso irracional, un vitalismo sin meta.
La cuestión es que se separamos la razón de la felicidad probablemente corramos el riesgo de perder ambas: una reducida a un mecanismo de planificación de costes y beneficios, la otra reducida a sueño violento o desilusión (¿alguien recuerda la película Joker de Todd Phillips con el trágico Joachin Phoenix?).
Pero tal vez para reconquistar su unidad ya no tengamos que proyectar, y con ello liquidar, la felicidad como el resultado de un proyecto nuestro o de un comportamiento, sino reconocer que ya está presente –aquí, ahora– como parte de nuestra vida, como motor y criterio de todos nuestros deseos. Como se preguntaba una vez Agustín: si es cierto que todos, sin excepción, también los tristes y desconfiados, quieren ser felices, ¿dónde han conocido la noción misma de “felicidad” para poderla desear? Si no la conocieran de una cierta manera, ni siquiera podrían buscarla. Pero todos la hemos descubierto cuando nos hemos alegrado por algo, y eso ha generado un gaudium, un gozo de nuestro ser. Este gozo es la huella presente sin la cual no intentaríamos ser felices, ni siquiera no orientaríamos ni tenderíamos hacia el futuro.
Entonces, ¿todo resuelto? En absoluto. Más bien, todo vuelve a ponerse en juego. Porque así se plantea la pregunta más arriesgada sobre la felicidad: ¿existe algo o alguien que responda de verdad a esta búsqueda? No hay que tener miedo a no darse cuenta. Si la respuesta es verdadera, no puede hacer otra cosa que dar gozo al corazón y respiro a la razón. Agustín, con la agudeza de alguien que atravesó todo el desafío del nihilismo, aunque entonces no tenía ese nombre, lo identificó con tres sencillas palabras: Gaudium de veritate (El gozo de la verdad), (Confesiones, x.23.33).