El padre José Luis Quijano, párroco de la Inmaculada Concepción, la capilla más importante de Tigre, dijo haber visto el rostro de Jesús en la hostia que tenía en sus manos mientras celebraba misa. Un laico que lo acompañaba afirmó que él también la vio.
Por Carlos M. Raymundo Roberts, de www.lanacion.com.ar
Después de reunirse con el sacerdote y escuchar su relato, el obispo de San Isidro, monseñor Oscar Ojea, escribió una carta a la comunidad parroquial en la que llamó a agradecer ese «don especial», ese «regalo», pero pidió no hacer una «interpretación apresurada que distorsione o agregue significados» a lo ocurrido. Fuentes cercanas a Ojea dijeron que conocen muy bien al cura y les resulta «totalmente confiable», más allá de que la Iglesia oficialmente nunca se expida sobre estos hechos.
De 62 años y con 35 de sacerdote, Cote Quijano estudió Economía en la Universidad Católica Argentina y es miembro del Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam) y del Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización. El papa Francisco, con el que se ha reunido varias veces, lo designó misionero de la misericordia, un cuerpo que integran 1000 sacerdotes de todo el mundo. Lleva tres años como párroco en Tigre.
«Soy un cura común y corriente que vive de lo ordinario, no de lo extraordinario. Lo que pasó me shockeó», dijo Quijano en una entrevista. No quiere hablar de milagro, sino de una «gracia especial».
¿Cómo fue todo?
El viernes 29 de marzo, a las siete y media de la tarde, estábamos en «Las 24 horas con el Señor», una jornada de oración, de reparación. Es un pedido del Papa para el tiempo de Cuaresma. No había mucha gente. Serían 60 o 70. Y había tres curas confesando. Cuando empezó la misa, me distraje un poco porque un chiquito corría por todos lados. Pero me fui concentrando a medida que la misa avanzaba. Y bueno, después de la consagración, cuando llega el momento de la elevación de la hostia, la tomó con ambas manos, como siempre. Es ese momento en que el celebrante saca una partícula de la hostia y la pone en el cáliz, y después la parte en dos, la eleva y dice: «Este es el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo, felices los invitados al banquete celestial». En ese momento, tomó la hostia así [junta las manos] y veo la cara de Jesús. Quedé shockeado. Me asusté. Entonces, cierro los ojos y bajo la hostia. Tiro un poco la cabeza para atrás. Y levantó de nuevo la hostia, la miro, y estaba ahí, la cara de Jesús. Vuelvo a bajarla, a cerrar los ojos, y por tercera vez la levanto, y ahí sí me detengo a observarla bien. Se veían perfectamente perfiladas la nariz, las cejas, los ojos. La cara de Jesús.
- ¿No podía ser una imagen previamente grabada en la hostia?
No, no era una imagen estampada, grabada, ni una de esas imágenes con relieve que suele haber en las hostias. Estaba adentro. Se veía nítidamente.
- ¿Qué cara de Jesús era?
Era la imagen de la Sábana Santa. Por eso digo que era la cara de Jesús y no otra. Por eso la reconocí enseguida. Era la cara que quedó grabada en la Sábana Santa. La santa faz, que hemos visto tantas veces. Y además es una imagen que la han reconstruido tridimensionalmente, completando, digamos, los trazos originales.
- ¿Usted veía la cara en blanco y negro?
Sí. Un Cristo con los ojos cerrados. Yo digo que era un Cristo muerto, un Cristo de viernes de Cuaresma.
- ¿Está absolutamente seguro de lo que vio? ¿Y si se lo imaginó o se confundió con un reflejo?
Estoy totalmente seguro. Era un rostro muy claro, muy definido, nítido, no esfumado. También el pelo. Además, justo en ese momento estaba llegando al altar Harry, un laico, un padre de familia que desde hace años es ministro de la eucaristía. Venía para ayudar en la distribución de la comunión. Entonces, cuando llegó le pregunté: «Harry, ¿qué ves?». Él se acercó más, miró la hostia y dijo: «La cara de Jesús». Lo dijo de primera intención, sin dudar y sin que yo le dijera lo que había visto. Solo le hice esa pregunta. Y no dijo «me parece», «déjame que me acerque un poco más…».
- ¿Qué pasó después?
Ahí nos miramos los dos y nos pusimos de rodillas. Lo que hubiese hecho cualquiera. Nos vino un sentimiento muy profundo de adoración, también de indignidad, y nos quedamos así, arrodillados. No sé cuánto, unos minutos. Ahí pensé en sacarle una foto con el celular. Pero no lo hice. No me pareció.
- ¿La imagen seguía en la hostia?
Sí, pero cuando me paré para seguir con la misa y partí la hostia sobre la patena, desapareció. En el mismo instante en que la partí, no se vio más.
- ¿Qué hizo después?
Seguí con la misa. Fue muy fuerte cuando tuve que levantar la hostia y decir «este es el Cordero de Dios». Imagínense… «¡Este es el Cordero de Dios!».
- Obviamente, la gente no sabía qué estaba pasando.
Nada. Todo siguió normalmente. Como estaba previsto, hicimos la adoración del Santísimo. Me puse de rodillas. ¡Quería rezar! La gente dice que estuve mucho tiempo así. Unos 30 o 40 minutos. La adoración siempre es más corta, pero claro, eso era como un «no tiempo». Era un momento de gran plenitud. Yo tuve una trombosis en la pierna y no me puedo arrodillar, pero ahí estuve más de media hora arrodillado y no me dolía nada.
- ¿Cuándo le contó a la gente lo que había pasado?
Después de hacer la bendición con el Santísimo, terminó la celebración. Me saqué los anteojos y los dejé sobre el altar. Y ahí me agarró una congoja, una emoción… Me superó. Lloré. Miré a la gente y le dije que nos había pasado algo muy lindo, una experiencia espiritual muy honda. No hablé de milagro, sí de gracia especial. De gracia eucarística. No dije que había visto el rostro de Jesús y que Harry lo había verificado. Eso fue después, cuando salimos, en el atrio.
- ¿Qué le pasaba a usted en esos momentos? ¿En qué pensaba?
A ver: obviamente estaba muy impactado, pero no había pasado algo que me cambiara la forma de ver las cosas. Yo nací en una familia católica, a los 7 años tomé la Primera Comunión, toda mi vida fui a misa, comulgué, me confesé, estuve en grupos misioneros juveniles; tuve siete años de un noviazgo muy lindo, muy puro. Estudié en la UCA, rezaba el rosario. Y después me hice cura. Quiero decir: nunca dudé de la presencia de Dios en la eucaristía. Nunca. Tengo la certeza de la fe de que Dios está ahí. La manifestación que nos tocó vivir ese día no le suma nada a la certeza de la fe. Acá lo importante es que el hecho fue real, aconteció. Y que no le pasó a una sola persona, sino que otra lo pudo verificar. Yo no hice ningún revuelo, pero si llamaba a más personas, lo hubiesen comprobado. Es fáctico. Después vienen las interpretaciones, y eso corre por cuenta de quienes las hacen.
- ¿A qué se refiere?
A que todo lo que después se dijo, los audios que circularon, los floripondios…, todo eso no tiene parangón frente al hecho, a lo que ocurrió. Lo real es lo que pasó. Lo demás se cae. Estamos acostumbrados a comunicar no lo que acontece, sino lo que nos parece que tendría que acontecer.
- Ya sabe que muchos no le van a creer.
Nadie está obligado a creer. Ni siquiera la Iglesia se expide en estos casos, que tampoco son aislados. Después de lo que me pasó, fui a Google y puse «rostro de Jesús en la hostia» y aparecieron varios casos. De hecho, el rostro que aparece en algunas imágenes es muy parecido o igual al que yo vi. Evidentemente, no me pasó solo a mí.
- ¿Cómo reaccionó la gente que estaba en la misa cuando se lo contó?
Estaban todos muy impresionados y nos quedamos charlando, me hacían preguntas. Pero esta es una comunidad de gente madura en la fe. No hubo ninguna reacción de fanatismo, de venir a tocarme o alguna de esas cosas.
- ¿A quién más se lo contó?
En primer lugar, al obispo de mi diócesis, monseñor Ojea. Él lo tomó con mucha prudencia, como corresponde. Nos escribió esa carta tan linda, tan cariñosa. Miren, uno cree o no cree en un relato en virtud de la autoridad del testigo. Uno de los curas que se enteraron, que me conoce desde hace años, me dijo: «Cote, si me lo dice otro, no sé si le creo. Pero vos no sos de inventar estas cosas». Yo soy una persona muy racional, muy normal. Soy un cura común y corriente, que vive de lo ordinario, no de lo extraordinario.
- Lo habrá hablado también con su familia.
Sí, con mis hermanos, que me llenaron de preguntas; preguntas capciosas, para ver si me pisaba [se ríe]. Mi madre, que tiene 90 años, lo tomó con mucha naturalidad. También se lo conté a una tía mía que es monja carmelita, de 92 años. Ahí pasó algo significativo. Una de las monjas jóvenes me dijo que lo de la hostia había ocurrido el mismo día y a la misma hora en que ellas estaban en una misa para celebrar los 70 años de consagración de mi tía. Entonces la miré a mi tía y le dije: «María Esther, ahora me doy cuenta de que el regalo no era para mí ni para la comunidad, sino para vos» [se ríe].
- ¿Sabe si el Papa se enteró?
Yo no se lo conté. Pero seguramente se enterará. No he hecho publicidad con esto. Incluso dudé mucho si aceptaba esta entrevista.
- ¿Cambió en algo su vida?
No, todo sigue igual. Pero todavía lo estoy digiriendo. Emocionalmente fue un shock.