El tema del mérito se ha puesto en debate a propósito de las manifestaciones del presidente de la Argentina “…Lo que nos hace evolucionar o crecer no es verdad que sea el mérito, como nos han hecho creer en los últimos años. El más tonto de los ricos tiene más posibilidades que el más inteligente de los pobres…”. ¿De qué? Nos preguntamos y creemos que en todo caso tiene más posibilidades de éxito, algo muy distinto del mérito, en una confusión impropia para quien dirige la política gubernamental de un país.
Es que esta es la cuestión central, en primer lugar confundir éxito con mérito y en segundo lugar, y más perjudicial, premiar el éxito antes que al mérito, algo que la sociedad mal educada hace desde demasiado tiempo a esta parte.
Por ello nos parece oportuno reproducir un comentario publicado en el periódico web Panam Post, con definiciones más profundas sobre el mérito que las superficiales que hemos leído, sobre todo cuando se analiza haciendo eje en quien lo dijo según la posición política o ideológica.
La complejidad moral de la meritocracia
La única posible emperatriz de los méritos es la cultura.
Por Tomás Lugo, de www.panampost.com
El vocablo mérito proviene del latín meritum, la forma neutra de meritus (merecido), que es a su vez el participio de mereō o merēre (merecer). En un sentido estricto, tener mérito es merecer lo que se tiene o lo que se consigue. De tal forma que, en el pensamiento colectivo, se ha vinculado el mérito a la concepción de la justicia como la retribución de lo merecido, la consecuencia de los actos, el ojo por ojo. Es una inferencia lógica predecible, mas no deja de ser falaz.
El mérito, como sustantivo y en su forma más vulgar, ostenta un buen lugar en la cultura. Todo el mundo cree saber lo que es y la mayoría lo promueve. Se puede decir que el mérito está «bien visto». Se entiende, sobre todo, que una persona que se esfuerza lo suficiente para conseguir sus objetivos, los merece.
Sin embargo, visto desde el terreno individual, el concepto comienza a perder su encanto y popularidad en la medida en que los objetivos en cuestión son puestos en oferta.
El imperio del mérito
Cuando los esfuerzos son evaluados desde una óptica cuantitativa, desplegados en libre competencia, el resultado es la victoria del mejor de los méritos. Esto implica poner en valoración las cualidades individuales sin tomar en cuenta, necesariamente, el contexto externo o anterior de esos esfuerzos. Entonces, el mérito se complica, se hace imposible de definir.
Un ejemplo común de las distorsiones resultantes es el popular “rico de cuna”, que por haber nacido en una familia con dinero tuvo acceso a bienes de mejor calidad, mejores servicios educativos y de salud, y como resultado la vida se le hace “más fácil”. Se cuestiona si verdaderamente el rico de cuna merece tales beneficios sin haber trabajado por ellos. Los ricos de cuna, según esa visión general, no tienen mérito (o, al menos, juegan con ventaja).
Otro ejemplo común, especialmente en los complicados tiempos que corren, es el del hombre blanco heterosexual. Hay quienes entienden (en especial, los socialistas posmodernos) que las mujeres, los homosexuales y los negros tienen desventajas en el mercado laboral y que, en consecuencia, el Estado debe buscar la forma de elevarlos al mismo nivel que los hombres blancos heterosexuales.
En el debate público y político, ese suele ser un argumento a favor de la intervención del Estado en la «corrección» de las llamadas desigualdades inmerecidas, usualmente a través de presión fiscal y arancelaria por parte del gobierno o de leyes coercitivas en el parlamento, a partir de la Teoría de la Justicia de John Rawls.
La pregunta es: ¿tiene menos valor el esfuerzo físico e intelectual de alguien que busca un objetivo sólo por sus posibles ventajas estratégicas frente a sus adversarios en el universo de quienes persiguen el mismo objetivo?
Es decir, ¿un biólogo molecular o un físico nuclear dejan de tener méritos académicos por haber nacido en una familia con suficiente dinero para costear sus carreras universitarias? ¿Es un astronauta hombre que llega a la luna menos plausible sólo por el hecho de haber nacido hombre?
Y la respuesta es no. Siempre no. El valor de los méritos es y debe ser en todo momento individual y subjetivo. Cada vez que alguien logra algún objetivo, está dejando atrás a otro que perseguía el mismo.
Si presumimos que el físico nuclear costeó una carrera que alguien más no pudo pagar, inmediata e ingenuamente se le adjudica una injusticia. Si además era hombre, blanco y heterosexual, la condena es triple. No se considerará si los padres del físico nuclear merecían poder pagarle una carrera científica a su hijo, ni si su fortuna fue beneficiosa para el mercado local. El juicio caerá sobre el hecho de que él sí pudo costearlo y alguien más no.
Si el título lo obtiene una mujer, es un triunfo, porque significa que la mujer desplazó a un hombre blanco heterosexual de una posición de relevancia. Pero si es rica, le quitó la oportunidad a una mujer pobre. Si es blanca, le quitó la oportunidad a alguna mujer negra. Si es negra, le quitó la oportunidad a una mujer lesbiana. Si es negra y lesbiana, le quitó la oportunidad a una mujer transgénero, negra, lesbiana y pobre.
Sobre esos fundamentos se forman ideologías como la corrección política, que no es más que una imposición masiva de censura previa. El resultado siempre es la supresión forzosa de todo rastro de diferencias naturales en el discurso. Se degrada la riqueza a la categoría de vicio, se desprecia el juicio ajeno, se pone límites a la libertad de pensamiento. Se pretende desaparecer la excelencia. Que nada sea mejor o peor que otra cosa.
En el imperio del mérito, todos somos injustos
Precisamente en respuesta a esa concepción popular errática, generalizada y colectivista, Hayek insistió en que tomar el mérito como variable en el criterio de distribución de riquezas necesariamente derivará en un régimen totalitario. No se puede cuantificar el mérito si se extrapola fuera de los límites de un contexto específico.
Es por eso que, para referirse al mérito en la interacción social, en la competencia de la vida, a su lado adverso y complicado, a la absurda e innecesaria generalización del concepto, hablan de meritocracia. Que no es más que ese imperio del mérito.
La naturaleza moral del mérito
Pero la meritocracia no es tal cosa como un imperio inquisidor dirigido por el juicio de los poderosos. De interpretarse sólo así, un sistema meritocrático es posible únicamente bajo el control absoluto de un ente capaz de eliminar todas las desigualdades naturales que existen entre los individuos, y que además pueda determinar cuáles son los atributos que constituyen un mérito. Es una quimera totalitaria.
Desde el punto de vista del liberalismo clásico, la meritocracia sólo es concebible como un sistema moral inherente a la naturaleza humana, que rige nuestras formas de convivir, interactuar y relacionarnos como especie. Es el nombre que se le da popularmente a ese subproducto de la norma evolutiva de la supervivencia del más apto que es la sociedad moderna. Deriva del conjunto de normas implícitas en la cultura que determinan la carga ética de la acción humana y, en consecuencia, depende del juicio de los individuos.
La meritocracia es, contrario a lo que proponen los colectivistas, un sistema de selección meramente subjetivo, contextual, desarrollado naturalmente en el curso de la evolución, que incentiva y gratifica los esfuerzos individuales en un entorno competitivo, y que deriva en el perfeccionamiento de nuestros métodos. Es el conjunto de los fundamentos morales que rigen las decisiones de la ciudadanía, que determinan qué es bueno o malo, mejor o peor. Es la búsqueda constante de la excelencia, de los mejores productos del intelecto humano.
Es imposible determinar en qué medida los logros individuales son resultado de los méritos y qué porcentaje resulta de la genética, la riqueza, la educación o de factores involuntarios. Es imposible incluso identificar cuáles de esos factores involuntarios califican como méritos.
La meritocracia, aunque sea entendida como el imperio del mérito, es de naturaleza moral y su aplicación es estrictamente ética. Todavía así, es abstracta, producto de un orden espontáneo de eventos sucesivos, y absolutamente subjetiva. Y la única posible emperatriz de los méritos es la cultura.
No hay mérito sin contexto
La única manera de medir los méritos es desde una perspectiva individual; ubicándolos en contextos rigurosamente determinados por los objetivos. Por ejemplo, para conseguir un cargo de gerencia, el conocimiento sobre gestión empresarial es un requisito sine qua non. En ese caso, un título universitario en Administración de Empresas podría constituir un mérito, pero las preferencias del cargo estarán sujetas a las exigencias de la empresa y de sus propios méritos por desempeño en su sector económico.
Si el cargo en oferta es la gerencia de la empresa de telecomunicaciones más grande del país, el título en Administración no deja de constituir un mérito para quienes se lo disputan, pero deja de ser mérito suficiente. Hacen falta cualidades que sustenten el conocimiento de las telecomunicaciones necesario para el desempeño óptimo del puesto. El mérito más alto implicará superar (o, al menos, competir) en eficiencia demostrable a los gerentes de todas las empresas competentes de telecomunicaciones en el país.
Sólo quien cumpla con esas características será, finalmente, meritorio del cargo. Sólo es posible cuantificar los méritos en el contexto de una norma abstracta, como lo es el funcionamiento del mercado empresarial y sus condiciones únicas, y sobre la base de un orden espontáneo que pone a todos los candidatos a un cargo como iguales al postularse, pero identifica y califica sus diferencias al momento de la selección.
Basta con echar una mirada por encima de los contextos populares para determinar cuáles son los méritos. Leonel Messi y Cristiano Ronaldo, por ejemplo, se disputan el puesto de mejor futbolista del mundo. Apple y Samsung compiten por ofrecer el mejor dispositivo móvil inteligente. DC Comics y Marvel hacen lo propio en el mercado cinematográfico de superhéroes.
Habrá quien discuta y argumente sólidamente los méritos de Messi como el mejor futbolista del mundo, así como quienes crean que Cristiano Ronaldo es más apto. También habrá quienes prefieran Apple sobre Samsung, DC sobre Marvel y viceversa. El curso de la competencia le dará a cada uno sus atributos y los consumidores decidirán quién gana. En un sistema político corrupto, en el que los jueces reciben sobornos, los policías abusan de su poder, los funcionarios faltan a sus puestos de trabajo y las instituciones son comprables, el mérito corresponderá a quien logre ejecutar más eficientemente sus triquiñuelas, beneficiarse más y ocultar mejor su corrupción. El más apto para liderar un sistema corrupto es siempre el mejor de los corruptos.
Si en cambio se trata de un sistema rígido, incorruptible, indoblegable, con jueces altamente preparados y firmes defensores de la ley, policías que obedecen el procedimiento y saben distinguir los límites de sus fuerzas, funcionarios que se vean obligados e incentivados a dar su mejor desempeño, e instituciones firmes y transparentes, entonces el mérito más alto corresponderá a quien haya comprobado su firmeza moral y su desempeño ético. El más apto para liderar un sistema incorruptible es siempre el más confiable.
Cada contexto es una categoría que recoge características únicas y supone un campo de competencia particular, donde los méritos estarán sujetos a las demandas inherentes a ese campo y a las normas propias de la competencia. Así, el Balón de Oro será para Messi un año, otro año será para Cristiano, según el desempeño de cada uno en las temporadas competitivas del mercado de fútbol internacional. Lo mismo ocurrirá con los dispositivos móviles en sus entornos, y con las películas de superhéroes. Los sistemas corruptos tendrán líderes inescrupulosos y los incorruptibles tendrán gente honorable.
En la meritocracia, ya no vista como la dictadura de los poderosos sino como el conjunto de valores y principios morales que juzgan naturalmente la acción humana en su contexto, impera la naturaleza humana, la libertad de elegir, la capacidad individual de discernir.
En el juicio de los méritos, el mercado es el único juez.